Diario de Mallorca

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Al final el aeropuerto de Könisberg, la ciudad donde nació el filósofo alemán por excelencia Immanuel Kant, perteneciente hoy a Rusia y rebautizada como Kaliningrado, no llevará su nombre. El pensador que inauguró la concepción todavía vigente de los humanos como seres racionales y de su cerebro como órgano de la mente analítica, el considerado padre -o abuelo- de la ciencia cogntiva, el defensor a ultranza de la razón como guía del análisis y de la conducta, no sirve para bautizar el aeropuerto de la ciudad en la que vivió, dio clases, escribió y jamás abandonó por motivos que se escapan a su guía para el pensamiento. Hay que recurrir a análisis que no tienen nada que ver con el racionalismo sino con la forma de pensar que lo ha substituido sin más que cambiar una sola letra, la erre por una ene. Lo sucedido con Kant y el bautizo fallido de su aeropuerto se entiende como la victoria, quién sabe si definitiva e irreversible, del nacionalismo que se apoderado de nuestras vidas.

El fraude hacia todo lo que nos enseñaron que contienen la Crítica de la razón pura de Kant y la guía de conducta que es su segundo libro más citado, la Crítica de la razón práctica, se ha consumado de la manera más ridícula que existe porque, al fin y al cabo, el nombre de los aeropuertos no sirve para nada. Cuando Barajas pasó a ser llamado Adolfo Suárez no se produjo ni el más mínimo cambio; los ciudadanos de cualquier lugar hablan del aeropuerto cuando dicen que van a ir hasta allí y los profesionales utilizan las siglas técnicas, MAD en el caso del aeropuerto de Madrid y PMI si se refieren a Son Sant Joan. Que se sepa, Kaliningrado seguirá siendo KGD con Kant y sin él. Así que de lo que estamos hablando no es tanto de aviones como de personas, en especial de las que mandan.

La operación de cambiar el racionalismo por nacionalismo está llevando al disparate hasta extremos tan sublimes como el del presidente (digamos) Torra arremetiendo contra la policía de su república del nunca jamás. Sería ahora Hobbes el filósofo a perseguir, toda vez que fue él quien nos explicó que un Estado sólo existe si cuenta con el monopolio de la fuerza para poder evitar el desmadre. En cuanto delega semejante poder, desaparece. Ni siquiera los más extremos pensadores del neoliberalismo imperante, como Robert Nozick, vieron posible adelgazar el Estado al que tanto odian hasta el extremo de despojarlo de la fuerza. Puede desaparecer la seguridad social, la enseñanza pública, la red de autopistas, el tren de alta velocidad y todos los palacios de la música pero la policía, no, Muy al contrario los ultraliberales, al imaginar el mecanismo que lleva desde la barbarie a la civilización, vieron en el aparato represivo en manos de la autoridad política la desembocadura natural e inevitable de la lucha que se da entre las mafias pre-estatales. Sabemos, pues, que no bastará con cambiar una sola letra. Lo que sustituye a la razón es la gilipollez.

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