Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El hombre a caballo

En la cultura hispana un hombre a caballo representa el poderío puro y duro, como demuestran por Sant Joan los cavallers menorquines. En las letras castellanas dos jinetes, Rodrigo Díaz de Vivar y Alonso Quijano, también destacan como símbolo nacional. Uno con base histórica y el otro no, ambos son más conocidos por sus sobrenombres: El Cid (del árabe Sayyidi, "mi señor") y Don Quijote, respectivamente. Pocos se atreven a hincar el diente a las obras que recogen sus peripecias, muy elogiadas y muy poco leídas. Claro que hay que tener afición para afrontar, por ejemplo, las 450 páginas de la edición crítica del Poema de Mío Cid en Clásicos Castalia o las 1193 (en papel biblia) del Don Quijote de la Mancha de Hispánicos Planeta. Aunque tal afición -con algo de paciencia- se ve recompensada, el formato impresiona. Se digieren mejor dos poemas alusivos a sus gestas escritos a principios del siglo pasado: "Castilla", de Manuel Machado, presente en muchas antologías escolares, y "Vencidos", de León Felipe, que popularizó Serrat.

El Cid literario -que pocas veces coincide con el de verdad- es bigger than life, un héroe de manual. Como hombre del siglo XIII hispano, se centra en dos frentes: primero, mantener su honra (el rey lo destierra por desacato y luego sus yernos escarnecen a sus hijas, dos afrentas que acaba reparando) y luego, o simultáneamente, ganar tierras y botín. Para lograr ambos fines no se para en barras; si hay que engañar y robar, se engaña y se roba (lo hace con los judíos Raquel y Vidas casi al principio de la obra), y si hay que matar, se mata (la escabechina de moros es notable: estamos en plena Reconquista). A los felones, además, se les escarmienta, aunque sean nobles, malhiriéndolos o avergonzándolos en público. En cuanto a Don Quijote, el antihéroe más heroico y cercano de la historia de la literatura? él se rige por otro código. En el XVII español, al borde del colapso imperial, bélico y económico, la Reconquista era un recuerdo legendario, presente sólo en los romances y en los juegos de cañas. Los reyes ya habían expulsado a las minorías -quedaban los esclavos- y la Iglesia católica monopolizaba el control de las conductas. En este marco nada épico sólo cabía el anhelo quijotesco: huir de la realidad y vivirla como si fuera una ficción.

En el Poema de Mío Cid hay muy pocas mujeres, escasamente caracterizadas: una niña burgalesa que dice unas palabras; la esposa -sombra- del héroe y las dos hijas: depositarias pasivas del honor paterno, víctimas, por serlo, de la violencia marital y moneda de cambio matrimonial para enaltecer al padre. Por El Quijote, en cambio, pasan muchas mujeres: de Teresa Panza hasta la duquesa, Maritornes, Dorotea o Marcela, ríen, lloran, aman, desean, pierden o logran con perfil propio. Estamos, ay, en el terreno de la ficción literaria. Quizá convenga recordarlo hoy, cuando otro hombre a caballo quiere llevarnos de cabeza a la Reconquista, esta vez en el DeLorean de un partido político.

Compartir el artículo

stats