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La Constitución: Una parábola

El día que se votó el referéndum de la Reforma política -1976, primer peldaño hacia la Constitución de 1978-, cuatro amigos decidimos mantenernos al margen. Y al margen quería decir al margen, no sólo en la abstención. Todos estábamos en la década de los veinte, tres de nosotros recién inaugurada y el cuarto acercándose a su ecuador. Y no se nos ocurrió mejor manera para lograr nuestro objetivo que abandonar tierra firme, lo cual fue una decisión un tanto despectiva y dandi: ahí os dejamos, con vuestros procuradores franquistas y su zaragata. Optamos por zarpar y pasar el día -hasta que cerraran los colegios- en el mar. No en alta mar -como hubiera sido, ya puestos, lo idóneo- sino en el mar, a pocas millas de la costa.

El padre de uno de nosotros tenía un Puma-34 de casco amarillo (un color muy dandi, también) y sin dudarlo, al amanecer, nos embarcamos los cuatro, dispuestos a pasar un día estupendo. En esa época, la veintena, hubo muchos días estupendos y por tanto no era extraño pensar -la amistad, el Mediterráneo, un poco de épica Jack London y otro tanto de los clásicos griegos€- que ese día también lo sería. Zarpamos dejando a popa la ciudad y nos adentramos en las aguas de la bahía convencidos de que estábamos haciendo lo que debíamos hacer.

El comienzo de la travesía fue una delicia. El mar estaba en calma, el calor del sol le reconciliaba a uno con todo lo que no marchara bien (el desamor y el desengaño eran los únicos problemas metafísicos de entonces y eso para quien los tuviera) y la conversación transcurría entre el humor, la lucidez y el afán de saber más, tan propio de la edad. No nos habríamos cambiado, creo, por nadie. Y menos por aquellos que papeleta en mano abogaban por 'un continuismo derivado del franquismo' (este era el argumento de los que nos habíamos posicionado a favor de la abstención y no estábamos, entonces, dispuestos a tragar sapo alguno en nombre de una hipotética y muy borrosa democracia de la que, dado su origen, desconfiábamos). Obviamente éramos muy jóvenes y por tanto más estúpidos de lo que creíamos. Pero también éramos guapos, listos -o eso creíamos- y arrolladores. El barco era nuestro Pequod y la Utopía nuestra ballena blanca, nuestro Moby Dick. ¡Viva la Utopía!

Todavía no habíamos aprendido que las utopías sólo conducen a la opresión y al crimen y que cobran su narcisismo en miles o millones de muertos. Son muy codiciosas en sangre las utopías y tan narcóticas que hacen que sus partidarios olviden eso y se encaminen hacia el sacrificio creyendo que lo hacen hacia la libertad. Tardaríamos muy poco en saberlo, pero aquella mañana soleada aún no sabíamos nada de eso: todavía éramos, en algunas cosas, maniqueos, y aquel referéndum era para nosotros una farsa de la que había que mantenerse, repito, al margen porque a nada conducía.

Navegamos a motor un par de horas hasta que pudimos desplegar las velas y hacerlo en silencio. Lo del silencio es un eufemismo porque no parábamos de hablar sobre esto y aquello, o contra esto y aquello. Corrían las cervezas y los paquetes de cigarrillos y pronto apareció una botella de gin Xoriguer y alguna otra cosa más. La conversación subió de tono y nos enfrascamos en teoría política: que si Samir Amin, que si Maxime Rodinson, que si Marcuse, que si el freudomarxismo, que si Castoriadis€ En fin, la izquierda heterodoxa en pleno, en una época en que la voluntad política iba acompañada de un sinfín de lecturas, no siempre provechosas. Y todo eso en la cubierta de un velero burgués y con una vida plena -la de estudiantes en Barcelona, lejos de nuestros padres- y, sobre todo, regalada.

No sé si fue la ensalada de sesudas citas, el gin, el sol o la petulancia de la juventud, pero la atmósfera de aquel barco fue enrareciéndose de tal manera que acabó convirtiéndose en el escenario de una novela de Patricia Highsmith. Uno de nosotros se subió a la parra de lo que ahora se llamaría violencia psicológica y todo se hizo ya no insoportable, sino irrespirable, entre el muermo y el mal rollo -no puedo aplicar otras expresiones dada la baja calidad de lo que vivimos- y la inquietante duda de cómo podía acabar el asunto. La Reforma política, por supuesto, no tuvo nada que ver: sí los caracteres y las manías de los que allí estábamos, especialmente de quien montó su psicodrama particular y lo arrojó sobre los demás. Cuando el punto fue de no retorno, me retiré, harto y angustiado, al camarote, y los dejé en cubierta a ver si escampaba. No lo hizo y al llegar a puerto todo el mundo salió disparado y en dispersión: necesitábamos olvidarnos de aquel día y de cómo habíamos convertido algo bueno en principio, en algo malo sin remisión. Teníamos, ya dije, veinte años.

Cuando escucho los desprecios y las opiniones distorsionadas sobre la Constitución del 78 -el mejor invento de la política española contemporánea, no lo duden- y las confusas y difusas -a veces malintencionadas- disquisiciones sobre su reforma, me acuerdo de las tensiones y el fiasco de aquella travesía marítima de hace cuarenta y dos años. En tierra firme, la gente iba a votar 'sí' ilusionada y esperanzada en el futuro político de un país que salía de las sombras de la Historia, mientras nosotros hacíamos el gilipollas en el mar. Aquel Puma-34 se convirtió en 'La Balsa de Medusa' (ver Gericault) o en 'La Nave de los Locos' (ver El Bosco) en cuestión de pocas horas. Ninguno de nosotros quería estar ahí donde estábamos y sin embargo no podíamos escapar de donde nos habíamos metido por voluntad propia. Sólo nos salvó de mayor desgracia, el temple del único marino de verdad que había entre nosotros: el hijo del propietario de aquel barco, que a partir de un momento -cuando me retiré al camarote- también calló y se dedicó a lo importante: la navegación segura y la arribada a buen puerto. Como han hecho el espíritu de la Transición y la Constitución de 1978 durante más de cuatro décadas.

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