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Matías Vallés

La constitución, cúmplase

El problema de la Carta Magna no consiste en su envejecimiento, sino en su reducción a un texto de ficción, fuera de uso porque dejaría en evidencia a la clase política.

En el superventas Fuego y furia de Michael Wolff, se cuenta la anécdota del asesor electoral encargado de explicarle la Constitución americana a Donald Trump. Al llegar a la cuarta de las 27 enmiendas, el entonces candidato ya prodigó gestos de que la tortura se le hacía insoportable. Por tanto, el imperio mundial está gobernado con un absoluto desprecio por los mandatos constitucionales. Refugiarse en una excepción regional española a la ausencia de reglas básicas implicaría solo una hidalguía grandilocuente, en una semana de atracón constitucional en sesión continua.

Dada la nula cotización planetaria de las constituciones, el problema de la Carta Magna española no reside en su envejecimiento, sino en su reducción a un texto de ficción. No está fuera de uso por inservible, sino porque su transparente defensa de las libertades dejaría en evidencia a la clase política. (En el artículo 20, "se reconocen y protegen los derechos a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción". Pues bien, un tribunal antiterrorista ha logrado condenar exabruptos de 140 caracteres, aunque sean chistes reconocibles incluso por un jurista).

El texto debe adaptarse al lector, la clave del éxito literario. De ahí que imaginar que la Constitución se inventará un país a su medida supone un sobresaliente gesto de pereza. Cúmplase, debería ser el único comentario de la extensión correspondiente a un texto sintético. Esta solución minimalista claudica ante el ansia renovadora en la era de las cirugías estéticas. En una hipotética reforma, propuestas revolucionarias vigentes del estilo de la obligación de "impedir la especulación" en el artículo 47 serían extirpadas sin contemplaciones, bajo el consenso dominante a ambas orillas del espectro.

Solo tres de cada cinco españoles votaron a favor de la Constitución hace cuarenta años. Los inevitables estragos biológicos estrechan esa proporción a uno de cada cinco ciudadanos actuales. La inmensa mayoría no se ha pronunciado jamás, aunque es curioso que esta fragilidad atormente en especial a quienes están obligados a defender la Carta Magna sin vacilaciones. Felipe VI declaró el jueves que "nuestra democracia no tiene marcha atrás". Esta frase corresponde a un régimen acosado, supone un manifiesto escalofriante porque esboza la hipótesis del retroceso que se apresura a negar. A modo de disculpa para el monarca, tal vez el enunciado sin fortuna demuestre que antes de la reforma constitucional, urge reemplazar al autor de los discursos del jefe de Estado.

Los abuelos de la Constitución, en su momento llamados padres, no sobresalen por su atrevimiento. Ni siquiera por la pureza de sus desempeños a lo largo de las cuatro décadas posteriores a su magnum opus. Sin embargo, alumbraron un texto impertinente con imborrables rasgos progresistas, un manifiesto que servía a la vez de faro y de acicate. Por ejemplo, al proclamar en el artículo 35 que "todos los españoles tienen el derecho a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia". Antes incluso del desembarco de los Ultrasur de Vox, estos devaneos sociales no sobrevivirían a una reforma bipartidista.

La reforma de la Constitución es la última maniobra de distracción. De nada sirve suprimir la inviolabilidad del Rey, una vez que PSOE, PP y Ciudadanos acaban de aplastar el intento de revisar en el Congreso las tórridas relaciones financieras entre Juan Carlos I y Corinna. La calificación de "nacionalidades históricas" adjudicada a Euskadi y Cataluña tampoco suscitaría el consenso entre los partidos estatales. Por lo menos, hasta que vuelvan a confirmar que no pueden gobernar sin el voto nacionalista.

Frente a la vocación taumatúrgica de los constitucionalistas, Quim Torra juró la Carta Magna y no le sirvió de nada. Entre la pasión impostada de la clase política española y los bostezos de Trump, se tienden las vastas praderas del texto constitucional como un semáforo, que será valorado según ejerza su misión reguladora. El tiempo dedicado a ensalzar la Constitución sin detenerse en su articulado resultaría más provechoso si se invirtiera en no leer el Quijote, por citar el otro libro sagrado en lengua castellana.

Los catedráticos repetirán hasta la saciedad que la Constitución ha dado a España los mejores años de su historia, una perogrullada cuando se repasa que la mayoría de países del planeta han vivido unas décadas por desgracia insuperables. Cumplir modestamente con la Carta Magna podría remediar un dato del CIS, que señala que uno de cada tres españoles consideran un grave problema a "los políticos en general, los partidos y la política". Enmienda a la totalidad.

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