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Antonio Papell

La Constitución es una fiesta

Nuestra Constitución cumple hoy cuarenta años y ya es con diferencia la más longeva de nuestra historia. Las cifras redondas, esas cuatro décadas exactas, sirven para adquirir y perspectiva. Y la reflexión más obvia que cabe formular a esta distancia que representa la madurez de un ser humano -a los 40 ya se han abandonado las veleidades juveniles y empieza a apreciarse el valor de la serenidad- es que esta Carta Magna, redactada de buena fe por un conjunto de ciudadanos de buena voluntad, nos ha acogido realmente a todos con holgura, con un doble afán integrador y nivelador que nos ha hecho progresar, convivir en paz y reducir significativamente las penalidades de los menos favorecidos.

La Constitución española se ha ganado por todo ello reconocido prestigio dentro y fuera de este país. España es uno de los pocos Estados del mundo que posee un venerable contrato político y social que le ha permitido desarrollarse en paz hasta las más sofisticadas cotas del selecto y reducido club de la civilización occidental. Pero, a pesar de ello, tiene aquí, en el interior, dos enemigos de la que hay que defenderla denodadamente.

El primer grupo de adversarios es el que pone en duda el hito fundacional. La Constitución fue resultado de un extraordinario esfuerzo de generosidad de todas las partes que convergieron en ella en 1978. Quienes habían perdido la guerra en la defensa de la República frente a una milicia golpista que, auxiliada por las potencias del Eje que poco después perdieron la Segunda Guerra Mundial, impuso una dilatada e inicua dictadura, fueron los primeros en abonar la reconciliación y en renunciar a cualquier desquite al que sin duda hubieran tenido perfecto derecho, e incluso se avinieron a contemporizar con algunos elementos de la situación cuyo rechazo hubiera generado una conflictividad innecesaria (la bandera, la propia Corona). Del otro lado, los herederos de los golpistas, que habían manejado España como una finca, entendieron la necesidad de facilitar sin apenas resistencia el fin de aquel régimen viciado de origen y detestable en su desarrollo. Pues bien: hoy un sector de opinión fácilmente identificable rechaza la "cobardía" de los progresistas que aceptaron aquella, a su juicio, innoble confraternización, que habría sido en el fondo una claudicación. Y esta actitud es deleznable porque los valores que inspiraron aquel reencuentro, que ha entregado a los españoles el innegable bien de la democracia plena, son mucho más excelsos que aquellos otros que ocultan la vindicación bajo un manto de justicia.

Los otros enemigos de la Constitución son quienes, con frialdad pasmosa a pesar de lo desaforado del sofisma, aseguran que el gran pacto constitucional ha caducado puesto que quienes lo votaron ya casi han desaparecido. Esta curiosa tesis cancelaría la Constitución americana, que ha cumplido de sobras los doscientos años y tampoco quedan, como es obvio, constituyentes ni electores vivos, pero también relativizaría el valor de la Revolución Francesa, que es más o menos de la misma época, y arramblaría con todas las constituciones europeas que se promulgaron tras la gran contienda en que fueron derrotados el fascismo y el nacionalsocialismo.

Las constituciones democráticas son abiertas, es decir, reformables por los procedimientos que ellas mismas establecen, y ello les permite adaptarse sin problemas a la evolución de la sociedad, al refinamiento de las creencias y los principios más aceptados socialmente. Por ello, no son revocables ni caducan. De tal modo modo que forman un contínuum que la propia sociedad modula con el paso del tiempo. Están por tanto vigentes los valores fundacionales -generosidad, respeto, patriotismo constitucional basado en la equidad y en el principio de legalidad- y quienes quieren subvertirlos, como es el caso de los independentistas catalanes, están intentando cometer una gran estafa. Estafa que no consentiremos porque quienes contribuimos a llevar a cabo aquella proeza originaria y quienes hoy comparten masivamente sus contenidos tienen el deber de preservar el legado y transmitírselo íntegramente a las futuras generaciones.

Por todo ello, la democracia es una fiesta. La de la libertad y la convivencia. Y su onomástica, una excelente noticia que llena de prestigio su longevidad.

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