Diario de Mallorca

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Susu Moll

La mirada femenina

Susu Moll Sarasola

La nueva de la clase

Mi primer amor fue Antoñito Monzón. Ambos cursábamos primero de EGB. Era el chico más inteligente de la clase. Iba con las gafas sucias y llevaba los calcetines de colores distintos. Antoñito y yo nunca fuimos novios pero siempre nos gustamos.

Lo nuestro fue un amor silencioso, de esos que nadie ve. O al menos eso quiero creer yo. Cuando otros niños de la clase se metían conmigo porque hablaba raro, él ponía cara de disgusto. Aunque era bastante despistado y no se enteraba de la misa la mitad. En el patio, parecía que anduviera descifrando alguna fórmula matemática. Yo me conformaba con que él nunca formara parte de aquellos odiosos corrillos que me producían un dolor de barriga horrible. Cada mañana era una tortura levantarme para ir al cole.

Recuerdo cuando el muy bruto de Laureano me lanzó la silla en plena clase. Si me llega a pillar me rompe la cabeza. El maestro se limitó a preguntarle que por qué hacía eso y él respondió que lo hacía porque no me soportaba. Pero yo no le había hecho nada de nada. Creo que fue un tema instintivo-territorial. Simplemente no soportaba mi existencia. Era la nueva. Yo no formaba parte de aquel grupo unido desde párvulos y quería dejármelo bien claro. Muchas veces me he preguntado qué debió de ver en mi tan molesto. Por qué odiaba tanto a una niña flacucha que casi no le llegaba al hombro.

En realidad, creo que a veces algunos niños utilizan cualquier excusa para justificar su rabia. A saber qué le hacían a Laureano en su casa. Aunque una lo busque, no siempre hay un porqué de las cosas. Y es verdad que, si se lo propone, un niño de siete u ocho años ya puede ser un auténtico cabrón.

Lo que aquellos niños no sabían es que yo ya había estado en dos colegios antes, en Barcelona. En la Esclavas del Corazón y en el Jesús y María. Ambos de uniforme azul marino. Y que las monjas no me gustaban porque un día que me puse malita me habían andado hurgando debajo de las faldas y no me fiaba un pelo de ellas. Además, estaba más que mareada de tantos cambios y adaptaciones. Ya no sabía ni dónde estaba.

En el Jesús y María, una niña llamada Arantza me había hecho un buen arañazo en el moflete sin motivo alguno. Y yo prefería quedarme en casa jugando. No por perezosa sino porque veía que los colegios eran lugares peligrosos donde los niños se hacían daño. Y encima, los profesores actuaban como si tal cosa y miraban para otra parte.

Recuerdo que mi madre se quedó muy impresionada cuando me vio llegar tan pequeña con la cara marcada. ¿Qué te ha pasado? Me preguntó. Yo no supe bien qué responderle. La cicatriz me quedó por largo tiempo. Aunque ya casi no se ve.

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