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Cuando nadie te espera

Sucedió esta semana, en el aeropuerto de Ezeiza, cuando el presidente Macron y su mujer llegaban a Buenos Aires a participar en una cumbre del G-20. Lo hemos visto en todos los informativos: se abrían las puertas del avión, Macron y su mujer se despedían de un tripulante de cabina y de un operario, y luego empezaban a bajar la escalerilla. Mientras bajaban -Macron sostenía con cuidado a su mujer, que parecía cansada o con ligeros problemas de equilibrio-, estaba claro que el presidente francés se daba cuenta de que estaba ocurriendo algo raro. Miraba a los dos lados, muy discretamente -como hace la gente acostumbrada a vivir a la sombra del poder, y que por eso mismo no quiere revelar jamás sus pensamientos-, y luego volvía a mirar hacia delante con una leve expresión de asombro. Y era normal que fuera así. Al pie de la escalerilla no los estaba esperando nadie. Había la protocolaria alfombra roja y un despliegue de soldados con uniformes de camuflaje, pero nadie más. Macron tuvo que dar la mano a un operario de pista y a un vigilante de seguridad, que ejercieron de anfitriones oficiales, antes de que llegara varios minutos después, muy retrasada, la vicepresidenta argentina (que por cierto es parapléjica y tiene que desplazarse en silla de ruedas).

En cualquier caso, esos instantes en que Macron y su mujer han visto, desconcertados, que nada era como estaba previsto porque no había nadie esperándolos -ni las autoridades, ni la guardia de honor, ni los intérpretes ni los solícitos edecanes- reflejan muy bien los momentos que estamos viviendo en Europa, cuando la desconfianza y la indeferencia hacia los políticos parecen haber iniciado un camino sin retorno. Y esa imagen de Macron y su mujer obligados a saludar -cabizbajos, confusos- a un operario de pista y a un vigilante, como si fueran gobernantes caídos en desgracia en el momento de emprender el camino del exilio, expresa esa especie de vacío casi metafísico que se ha instalado entre los gobernantes y los electores en casi todos los países de Occidente. Parece una regla matemática: los políticos ganan las elecciones, reciben las aclamaciones en las calles, llenan todos los noticiarios del mundo, anuncian grandes épocas de cambios y de reformas y garantizan levantando orgullosos los brazos que nada volverá a ser igual a partir de aquel momento. Pero en cuanto pasan los primeros seis meses, y en cuanto esos gobernantes toman las primeras decisiones -que siempre son impopulares-, todos entran en una fase de descrédito y de impopularidad, van cayendo estrepitosamente en las encuestas y cada vez se quedan más solos y cuentan con menos apoyos.

Eso es lo que le ha pasado a Pedro Sánchez en España, a Theresa May en Gran Bretaña, a Angela Merkel en Alemania y al mismo Macron en Francia, donde en estas últimas semanas se ha tenido que enfrentar a las protestas de los transportistas -los "chalecos amarillos, justamente, como el operario de pista que lo recibió al pie del avión- que se oponen a las restricciones de uso del gasoil para evitar el calentamiento global. Los únicos gobernantes que parecen indemnes a esta situación son los que dirigen estados autoritarios sin oposición alguna (como China o Rusia), o bien los que han logrado convertir cada segundo de su vida en un sketch del Club de la Comedia, como Donald Trump. Y aun así, Trump tiene a medio país violentamente en su contra. Y la Rusia de Putin -crucemos los dedos- podría estar a punto de iniciar una guerra con Ucrania, que a su vez podría ser el inicio -como aquel disparo en Sarajevo en junio de 1914- de un conflicto internacional de consecuencias imprevisibles.

Quizá los electores esperamos demasiadas cosas de los políticos. Quizá nos creemos de verdad -ilusos que somos- que nada volverá a ser igual a partir de ahora porque se iniciará una nueva era llena de felicidad y prosperidad y progreso. Y quizá los políticos hacen promesas que no deberían hacer porque saben muy bien que no están en condiciones de cumplirlas. Pero el resultado es que los electores desconfían cada vez más de los políticos -y van acumulando, en silencio, un resentimiento dañino hacia toda la clase política-, mientras que los políticos reaccionan, igual que las élites a las que sirven, encerrándose en sus burbujas blindadas y en su coto vedado de privilegios, como ese avión presidencial repleto de ayudantes y asesores que aterriza en un aeropuerto donde nadie parece estar esperándolo. Quizá no fuera más que un pequeño descuido del protocolo, pero esa imagen de Macron bajando solitario del avión, sin nadie que le esperara -ni que tuviera el más mínimo interés en verlo o en esperarle-, es el retrato más fiel de la situación política de nuestra época.

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