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Joaquín Rábago

360 grados

Joaquín Rábago

Francia en cólera

¿Será el aumento del precio combustible en Francia el equivalente de lo que fue el del el pan para el estallido de la revolución de 1789?

Es una comparación sin duda exagerada la que hacen algunos. Entre otras cosas porque si el presidente la la República parece comportarse cada vez como un monarca en Versalles, hace tiempo que se abolió la guillotina.

La Francia profunda está en cólera: de eso no puede haber ninguna duda a juzgar por la amplitud que ha ganado la revuelta de los "chalecos amarillos" en ese país, donde "Libertad, Igualdad y Fraternidad" es sólo el lema que sigue adornando las escuelas públicas.

Protestan ruidosa y masivamente desde hace días los franceses por la subida del precio del diesel, que ha llegado al 23 por ciento y que el Gobierno justifica por la lucha necesaria contra el cambio climático.

Se ha montado una civilización sobre el coche particular, descuidando los transportes públicos, sobre todo en las zonas rurales, y ahí tenemos las consecuencias.

Está la Francia metropolitana, cuidada siempre por el Gobierno, y la Francia olvidada de la periferias de las ciudades y de las zonas rurales.

El automóvil se ha vuelto muchas veces indispensable para una gran mayoría de los franceses que no viven en París o en alguna otra de las grandes urbes.

El encarecimiento del precio de la vivienda y de los alquileres en los centros de las ciudades han expulsado a cada vez más gente a las periferias o al campo, donde las infraestructuras dejan mucho que desear.

Muchos ciudadanos no tienen a veces más remedio que coger el coche para todo: para ir diariamente al trabajo, para comprar en el supermercado, para acudir a la cita con el médico o llevar a sus hijos a la escuela.

Y los impuestos decididos por el Gobierno para desincentivar el uso del coche los afecta mucho más directamente que a quienes viven en los centros urbanos y pueden recurrir al transporte público.

La defensa del medio ambiente es de gran valor, y algo que pueden fácilmente permitirse los vecinos de París, pero no quienes han visto cómo en sus regiones se han ido recortando cada vez más los servicios públicos.

Esa disparidad entre la ciudad y las zonas rurales explica, aunque sólo en parte, un movimiento de protesta que pareció sorprender a un presidente y ex banquero cada vez más alejado de las preocupaciones de los ciudadanos.

En parte, porque a la ira por el impuesto ecológico se suma la indignación de muchos por una reforma laboral que, como las acometidas en otros países, entre ellos el nuestro, facilita la precariedad y los despidos.

Indignación también por la eliminación del "impuesto de solidaridad" sobre las grandes fortunas, creado hace ya 40 años por el socialista François Mitterrand, y que la izquierda, y no sólo ella, ve como un regalo del Presidente a los ricos.

Indignación que, a falta de organización y de líderes, ha degenerado rápidamente en violencia. Así se ha visto cómo algunos "chalecos amarillos" obligaban a una musulmana al volante a quitarse el velo mientras otra mujer era insultada por negra o cómo algunos homosexuales se han visto también agredidos.

En su día se presentó el voto a Macron como la única alternativa a la ultraderecha del Rassemblement National de Marine Le Pen. Si cayese aquél, como parecen desear cada vez más ciudadanos, ¿qué salida quedaría?

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