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El lenguaje y sus máscaras

Como me he levantado cernudiano, éste va a ser un artículo sobre el lenguaje y no querría que se tomara como un artículo político, más allá del axioma que dice que todos nuestros actos son políticos o no son. Hablaré sobre personajes que se dedican a la política, pero aquí el retrato poco tendrá que ver con la ideología. Será un retrato manierista; es decir, un retrato de maneras y en algún momento, quizá sea un retrato amanerado. Lo que los personajes pidan. Y los personajes son dos: Gabriel Rufián y Josep Borrell. El telar de fondo, el congreso de los diputados, en Madrid, esta semana.

En los meses de septiembre y octubre del pasado año -cuando la sicalipsis institucional catalana- Gabriel Rufián se dedicó al sabotaje verbal y la acrobacia postural en el congreso de los diputados. Se hizo notar con impertinente desparpajo y chulería vocacional. Entonces pensé que era una pena la dirección que tomaba, porque a mí su rostro y maneras me recordaban los de algún personaje infantil o adolescente de las novelas de Juan Marsé: no tanto un narrador de aventis, como un miembro del grupo, de los que escuchan y fantasean con esas historietas. Pero él parecía empeñado con sus shows en pasar de jabato a jabalí, en negar ese pensamiento amable y literario. Y sobre todo -cosa que me llamó la atención por contradictoria con su independentismo- en desplegar un abanico de todos los defectos de la españolidad. No se dejaba ni uno. Continúo hablando de lenguaje; en este caso del suyo.

Gabriel Rufián, en el Congreso, fue en esos días -y continúa siéndolo ahora- un español típico de aquéllos a los que maldecía Luis Cernuda en su Desolación de la Quimera. Ni en el gabinete de un doctor Mabuse de la españolidad más acendrada y tosca, se hubiera podido inventar un cliché españolista tan insuperable como el de Rufián. Parecía la encarnación caricaturesca de la España de la dictadura franquista. Una y otra vez se esforzaba en serlo. Y en esos días -hace año y poco más- escribí en mi diario: 'En esta catalepsia de la vida democrática, hay un personaje menor de pintura negra de Goya, que se chulea en el Congreso de la nación como si fuera una bolera o una sala de billares. Se apellida Rufián y no haré bromas sobre el nombre. Su peinado basta y su vestimenta sobra -su dicción ya no digamos-, pero tampoco entraré ahí. Con Goya y sus brujas o sus hombres del garrote ya es suficiente. Ahí está Rufián escupiendo frases de chulo, como la peor España de barra de bar, colillas, escupitajos, cáscaras de mejillón y pieles de gamba en el suelo. De cuya pesadilla, por cierto, creíamos estar a salvo y sin necesidad de escribir nunca más sobre ella. Rufián es la sombra de nuestro error'.

Lo escribí hace poco más de un año y este fragmento debe leerse en su contexto: la tensión alcanzada en aquellas semanas tanto en Catalunya como en el resto de España. Y al releerlo hay algo en él de visionario: fíjense en la palabra 'escupitajo'. Pero aunque haya pasado un año y se haya rebajado en algo -sólo en algo- la tensión, Gabriel Rufián ha seguido y persistido en esa dirección, feliz además de conocerse y explayarse ante todos con cierta obscenidad al uso (pensemos, salvando distancias, en Salvini, en Orban o en Trump). Y su enfrentamiento con Borrell -un brioso joven de 36 años frente a un sereno adulto de 72; un gamberro político frente a un hombre de Estado, no sé a qué me recuerda- desembocó esta semana en una catarata de insultos. Sólo en eso. Gabriel Rufián no tiró de sintaxis -la capacidad de elaboración del pensamiento-, sino de adjetivos a secas: un insulto detrás de otro: 'indigno' el más repetido. Y uno se preguntaba qué sabe de dignidad quien así -sin respeto alguno por el otro- se expresa y comporta.

Efectivamente: la dignidad -toda ella- estuvo en Josep Borrell. Y sigo sin hablar de política, sino de lenguaje. De pie en su escaño, Borrell tenía el aire de un senador romano. De los honestos, no de los corruptos, que también hubo muchos entonces. Sólo le faltaba la toga blanca y había ahí algo ascético, como de discípulo de Séneca. Vuelvo ahora al lenguaje: Borrell apenas habló -Ana Pastor y sus egocéntricos lamentos se lo impidieron- pero la frase que pudimos escucharle, fue magnífica. Una larga frase frente al tableteo de adjetivos insultantes y despreciativos de su oponente. Fue tan magnífica esa frase de Borrell dirigida a Rufián que la apunté y la repito aquí: 'Una vez más ha vertido sobre el hemiciclo esa mezcla de serrín y estiércol, que es lo único que usted es capaz de producir'.

En esa frase está toda la Escuela de Barcelona y la Generación del 50: está Barral y está Gil de Biedma, eso seguro. Pero también García Hortelano y Juan Goytisolo. Está el mundo sentimental -y ético- donde nos educamos las generaciones que viviríamos la Transición, tan denostada por los que no la conocieron y tanto han disfrutado de sus consecuencias que sólo les queda ingratitud y ganas de despedazar el buque. Pero volviendo al lenguaje no sé qué es más contundente: si el golpe de 'serrín y estiércol' o el 'usted' a punto de acabar la frase. Y la ira contenida -la del hombre justo que sabe que dejará de serlo si la libera- en el rostro de Borrell, frente al rictus tabernario del rostro de Rufián y el silabeo de las palabras como estacas golpeando el suelo que practica el diputado de ERC. Por no hablar de su gesto -vuelvo a la españolidad de Rufián- con los brazos abiertos, de pie en su escaño, digo, de torero saludando al tendido. Sólo faltaban el rabo y las orejas sanguinolentas en sus manos.

Bien: he citado a la Generación del 50. Pero detrás no de las palabras de Borrell -tan precisas y exactas- sino de su significado último, está también toda la España ilustrada y europeísta: de Jovellanos a la Institución Libre de Enseñanza; de Galdós a Antonio Machado; de Ortega a María Zambrano€ Y lo más terrible: que esa España siempre ha perdido. No son las maneras de Rufián -por mucho que se haga la víctima- las derrotadas en nuestra Historia, no; esas han sido ganadoras una y otra vez. Relean a Cernuda y fíjense en las deserciones que tuvo que aguantar Borrell ese día -o las lamentables alusiones a la equidistancia- entre muchos de los diputados de su propio partido. Dando la impresión de que no les importa el país o la ética, sino el poder. Como a otros sólo su bolsillo. En fin, que el horizonte es el que es, pero las palabras de Josep Borrell, esta semana, han sido no sólo un bálsamo, sino el regreso de la dignidad. Aunque haya tantos que no sepan lo que es eso y por eso mismo no las entiendan, o prefieran mirar hacia otro lado, que siempre es más cómodo.

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