El salto ecológico que exige nuestro planeta forma parte de las convicciones más urgentes de nuestra época. La llegada del Antropoceno, como era geológica definida por la intervención humana, requiere la asunción de una mayor responsabilidad: si el ser humano transforma los ecosistemas hasta poner en riesgo sus delicados equilibrios, lógicamente el hombre debe procurar reducir las consecuencias indeseadas de sus acciones. No se trata de ir en contra de la prosperidad general, sino de hacer compatible esa prosperidad con el cuidado y el respeto hacia la naturaleza. Por supuesto, en esta ecuación todos saldremos ganando: menos contaminación supone más salud, calidad de vida y mayor protección de la biodiversidad, implicando además la punta de lanza del desarrollo tecnológico. Dicho de otro modo, energías más limpias construyen sociedades más humanas e inteligentes. Sin embargo, los periodos de transición demandan importantes sacrificios y no resultan fáciles ni populares. Pedir, por ejemplo, a los países en vías de desarrollo que renuncien a maximizar el uso de combustibles fósiles o que destinen importantes cantidades del presupuesto público a reciclar entra en contradicción con el anhelo de un desarrollo económico rápido. En clave europea, la paulatina sustitución del transporte de combustión por vehículos limpios o las subvenciones a las energías renovables, dejando de lado las de origen fósil y la nuclear, tienen notables costes añadidos que considerar: económicos, sociales y personales.

Un caso que afecta a nuestra isla es el plan progresivo de cierre, anunciado recientemente, de la central de Es Murterar: las dos primeras líneas de producción ya en 2020 y el resto en 2025. Aparte de que la sustitución del carbón (la fuente energética más económica) por el gas natural (más limpio y ecológico pero más costoso) pueda encarecer la factura a pagar por los consumidores, o que todavía quede por saber cuáles serán los efectos reales de una eventual parada de los distintos grupos sobre la estabilidad del precario sistema eléctrico insular, cabe preguntarse en primer término por el conflicto laboral que se vislumbra en el horizonte y que amenaza el empleo de unas ochocientas personas, ciento cincuenta las cuales trabajan directamente en Es Murterar. Las protestas sindicales han llegado esta semana al Parlament y nos han recordado lo evidente: que el indispensable cuidado de la naturaleza no puede desligarse ni del progreso social ni de la defensa de los derechos de los trabajadores.

Lo cual significa básicamente dos cosas. En primer lugar, que en una sociedad moderna y avanzada no hay vuelta atrás: los criterios medioambientales han de guiar la dirección de nuestras políticas, tanto públicas como privadas. Y, en segundo lugar, que la puesta en marcha de estos ambiciosos programas debe complementarse con unos planes sociales de formación y reinserción laboral de igual relevancia. Es una cuestión de justicia pero también de inteligencia política porque, sólo en un escenario win-win donde todos ganen, la conciencia ecológica irá adquiriendo un protagonismo cada vez mayor. Dichos planes de acompañamiento tienen que implicar a los poderes públicos (en este caso al Govern balear y al Gobierno central de la Nación, responsables últimos de la decisión de cierre), pero también a las empresas privadas directamente concernidas, como pueden ser las eléctricas (en este caso Endesa, propietaria de la central de Alcúdia). Sólo los esfuerzos combinados entre lo público y lo privado garantizan el éxito de una transición tan necesaria como dificultosa: la que nos conduce de la economía impulsada por energías fósiles a otra menos contaminante sin dejar de lado los costes económicos, sociales y laborales.