La vieja política era oligárquica. Los dirigentes de toda la vida y sus fontaneros controlaban los congresos y decidían quién ganaba la lotería de las listas electorales. Los pelotas, cuanto más babosos mejor, progresaban adecuadamente. No importaba si eran unos absolutos incompetentes. Bastaba que aplaudieran con histérico entusiasmo al jefe. Alfonso Guerra definió con maldita sea la gracia cómo funcionaba el sistema: "El que se mueve no sale en la foto".

La nueva política es oligárquica. Las estructuras de los partidos viejos o recién llegados controlan los procesos de selección de los candidatos, expulsan a los disidentes y premian a los iluminados por la verdadera fe: la del líder. Los consultados aplauden desde la compra de un chalé de lujo hasta el no al mismo asunto al que mañana dirán sí. En la frase anterior solo falta colocar los nombres de Pablo Iglesias, Irene Montero y Pedro Sánchez. La victoria del líder socialista frente a Susana Díaz y el aparato de Ferraz es la excepción que confirma la regla.

Primarias, procesos participativos para seleccionar algunas inversiones públicas o consultas en la red confirman la paradoja de Giuseppe Tomasi di Lampedusa: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".

Los hechos recientes avalan esta tesis. Esporles ha logrado una representación que no se corresponde con su peso demográfico en la elaboración de las candidaturas de Més al Consell y al Parlament. Los 5.000 habitantes del municipio de la Serra han aportado más políticos nacionalistas y cualificados que los 403.000 de Palma, los 40.000 de Manacor o los 31.000 de Inca. ¿Estamos ante el nuevo vivero de cerebros o se trata, lisa y llanamente, de que Miquel Ensenyat es esporlerí?

En el mismo campo nacionalista se acepta con normalidad incluir en las listas -previa votación pactada entre Esporles, Algaida y Montuïri- a una candidata imputada. ¿Dónde están los antiguos pesemeros, azote de los presidentes del PP en cuanto asomaba la más mínima corruptela?

En Podemos, una formación de la nueva política, no consiguen competencia suficiente para votar las candidaturas (es el caso de Balears) o pretenden aprovechar las primarias para atar en corto a la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena. El aparato pretende dirigir el voto popular para cercar a la exjueza. Los círculos, donde se expresaba la voluntad de las bases, se han transformado en grupúsculos formados por la media docena de personas que pululan por las sedes.

La otra gran idea de la nueva política son los presupuestos participativos. La realidad en nada se asemeja a las bondades vendidas. Lo que iban a ser inversiones escogidas por los ciudadanos, así en general, se ha convertido en procesos en los que concurre apenas el 0,1% de la población, como sucede en la Palma de Antoni Noguera. Un concejal acumula mucha más legitimidad que estos procesos. Por si fuera poco, solo se han ejecutado tres de los 23 proyectos aprobados en 2017 en la capital balear. El millón y medio de euros destinados a los presupuestos participativos sigue en el limbo.

Los socialistas ni siquiera van a tener primarias. Nadie osa contrariar a Francina Armengol, la lideresa a la que se aferran para seguir en sus cargos.

Los procesos participativos, internos en los partidos o externos en las instituciones, tienen buena música, pero su letra chirría. La teoría de quienes propugnaban la nueva política se ha topado con una doble realidad: el afán controlador de las elites y el pasotismo de las masas.