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Mercè  Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Orgullo y vergüenza

Una de las señales de que nuestros hijos se hacen mayores es que hacemos o decimos algo que les avergüenza y lo expresan con una mueca, en el mejor de los casos, o un codazo, en el peor.

Alguien sabe que se ha desenamorado cuando su pareja hace o dice cosas que le avergüenzan. No es algo que suceda drásticamente de un día para otro. Es progresivo. Hoy es un gesto, mañana es la forma de comer, luego la manera de hablar y, al final, poco puede hacerse para salvar ese barco a la deriva. Clara y Toni formaban una pareja digna de portada. Se adoraban, se reían, se deseaban y se admiraban. Hasta iban juntos a clases de baile de salón. Eran pluscuamperfectos hasta que dejaron de serlo. Un buen día se acabaron las risas y comenzaron los desencuentros. "Supe que la cosa estaba acabada cuando me dio vergüenza verle imitando a Michael Jackson bailando Billy Jean", confesó durante una cena. Al parecer hubo un movimiento fallido de cadera, un tropiezo y ella, de repente, sintió una punzada de pudor ajeno. La gota que colmó el vaso. Pienso a menudo en el pobre Toni. En cómo, cuántas veces y con cuánta ilusión debió ensayar esa fatídica coreografía. La vida puede llegar a ser muy injusta. Hace tiempo, un chico me dijo que esperaba que yo siempre le mirara con esa cara de amor que ponía cuando él me hablaba. Me imaginé a mí misma con expresión de corderita degollada. Y me avergoncé. Para ser honesta, admito que lo que de verdad me avergonzó fue darme cuenta de que él no me miraba, ni me miraría jamás con ojos de ningún tipo de animal.

De entre todas las miradas de orgullo, las que más me gustan son las de los hijos a sus madres. Y viceversa. La otra mañana, cuando comenzaba a llover, una mamá se agachó frente a su hija y, en plena calle, le dijo que mirara al cielo y dejara que el agua le cayera sobre la cara. La niña la miró con expresión de extrañeza, pero después sonrió como diciendo "jo, mi mami es la más chula del mundo". Esa mirada de complicidad y sorpresa es la bomba. Una mamá y sus dos hijos suelen caminar delante de mí muchos días. Coincido con ellos desde hace años. Un niño y una niña a los que he visto llegar siendo bebés, envueltos en baberos enormes y a los que veo ahora comentando jugadas de fútbol y contando lo que hacen con sus mejores amigos durante el recreo. Se llevan bien. Lo sé por cómo se miran. La otra tarde, la progenitora les esperaba en la verja del colegio. Primero, salió la pequeña. Se abrazaron y se dieron un par de besos. Luego compareció él. Caminaba con un amigo. Ella se acercó para la carantoña de rigor y él se separó. Un movimiento muy ligero, pero suficiente como para que la madre entendiera el mensaje.

Es raro. Pasar del estado en que todo lo que hacemos es motivo de orgullo para nuestros hijos, al estado en que algunas cosas de las que hacemos se convierten en pequeños motivos para el pudor, es extraño. Y a la vez duele un poco. La madre sonrió. Esperó a que el amiguito se fuera y le estampó un par de besos a su hijo. Nuestras miradas se cruzaron y pusimos cara de "es lo que hay, pero es un fastidio". En ese momento, recordé al pobre Toni bailando Billy Jean.

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