Un intelectual se felicita de que en Mallorca no construyamos fragatas, "porque así podemos alinearnos contra Arabia Saudí en el caso Khashoggi". Persiste, hasta que le recuerdo que todos los reyes árabes y la mayoría de su infinidad de hijos disfrutan regularmente de vacaciones o posesiones en Mallorca. Así viene ocurriendo desde el Abdul Aziz que en el hotel de Mar lanzaba un brindis "por mi amigo el general Franco", hasta el Faisal que levantaba la copa "por mi amigo el Rey Juan Carlos", y ya hay documentos del descuartizador Mohamed bin Salman departiendo a sonrisa limpia con el siguiente Jefe de Estado español.
Por tanto, afrontamos el mismo dilema que los astilleros. La industria del armamento no es más exigente que la del aburrimiento, a la que nos dedicamos con rendimiento encomiable. Admitamos que los príncipes y reyes saudíes no se han entretenido aquí con ninguna decapitación, ni consta que hayan forrado a latigazos a un miembro de su servicio o que hayan perseguido a homosexuales en la isla con tanta furia como en su península. Mallorca amansa a las fieras, previo pago.
Aquí radica el meollo del problema. No podemos mendigar las facturas y propinas millonarias de jeques que contratan un chalet entero para acomodar su equipaje, o una habitación para alojar su bicicleta estática, al mismo tiempo que les exigimos un comportamiento irreprochable. En Mallorca no fabricamos armas, de ahí la Sicilia sin muertos, pero tampoco escrutamos con furia la procedencia del dinero, que a menudo aflora del mismo Qatar que auspicia el terrorismo islámico y se abraza a los Hermanos Musulmanes. El gesto más elegante para protestar contra el asesinato de Khashoggi consistiría en dejar de comprar petróleo de los árabes. Sí, el mismo combustible que emplean los aviones para transportar a Mallorca a millones de turistas, nuestra materia prima. Y así sucesivamente.
