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Antonio Papell

Marchena, al frente del poder judicial

Los dos partidos mayoritarios, PP y PSOE, este con la complicidad de Podemos y aquel al margen de Ciudadanos, que no ha querido involucrarse, han acordado la preceptiva renovación quinquenal del Consejo General del Poder Judicial, que terminaba su mandato el próximo mes. Concluye así un periodo turbulento en que el presidente saliente, Carlos Lesmes, antiguo alto cargo con gobiernos del PP, ha sido protagonista de un penoso desenlace con el asunto de las hipotecas, que ha producido gran daño al crédito del tercer poder del Estado. El poder que, por otra parte, ha mantenido la integridad del sistema constitucional frente a una corrupción rampante que ha sido convenientemente atajada gracias al arrojo implacable de los profesionales de la justicia.

La renovación acordada entre Sánchez y Casado alumbra un nuevo Consejo con un razonable equilibrio: habrá once vocales progresistas (una lista acordada por el PSOE, Podemos y alguna minoría) y nueve conservadores, sin posibilidad de vetos recíprocos. Y como contrapartida, para equilibrar esta correlación de fuerzas, el presidente del Consejo y del Supremo será Manuel Marchena, un juez potente considerado conservador pero también reconocidamente independiente, con ascendiente indiscutible sobre la carrera judicial y con capacidad para restituir la dignidad cuarteada a la institución, tras una etapa que hay que remitir cuanto antes al olvido.

Semejante arreglo tiene una repercusión colateral en Cataluña: Manuel Marchena, hasta ahora presidente de la Sala Segunda, de lo Penal, era considerado el inspirador intelectual de las actuaciones del juez Llarena sobre el 'procés' y quien mantenía la convicción de que se había incurrido en delitos de rebelión. Además, él hubiera sido, de seguir en el cargo, el presidente del tribunal juzgador. Al pasar Marchena a la presidencia del Supremo, el juicio del 'procés' se trasladará a otras manos, si no menos rigurosas, sí más discretas, y por tanto más flexibles ( Martínez Arrieta presidirá probablemente el tribunal). En definitiva, el ingrato trámite judicial por el que debe discurrir inexorablemente el conflicto habrá bajado de nivel y será por tanto menos espectacular y más llevadero.

El pasado octubre, el Parlamento revirtió la absurda reforma de la ley orgánica del Poder Judicial que había realizado Ruiz Gallardón, con lo que los veinte vocales del CGPJ volverán a tener dedicación exclusiva y desaparece el reducido comité que, comandado por el presidente, tomaba la mayoría de las decisiones relevantes. Y se mantiene la elección de todos ellos por el Congreso y por el Senado: cada cámara elegirá diez, seis jueces que hayan presentado su candidatura y cuatro juristas de reconocida ejecutoria.

La idoneidad de los veinte vocales requerirá un análisis más detenido y pormenorizado, pero, de momento, ya puede asegurarse que en la elección se volverá a cometer el fraude de ley -un fraude meramente intelectual pero lesivo para el sistema- que consiste en recurrir al sistema de cupos. En efecto, la Constitución ordena en el artículo 122 que los consejeros, tanto los jueces como los profesionales jurídicos, sean elegidos por mayoría de tres quintos de la cámara respectiva, lo que indica que los seleccionados deberían recibir un apoyo transversal y complejo, y no sería por tanto suficiente el respaldo de un único partido para acceder al cargo. Sin embargo, PP y PSOE, históricamente, han falseado este precepto por el sistema de intercambiar los votos: el PP apoya acríticamente a los candidatos del PSOE a cambio de que el PSOE apoye los candidatos del PP. El resultado es fácil de imaginar: en general, y salvando alguna honrosa excepción, los candidatos del PP son disciplinados y leales amigos del partido (el mérito profesional e intelectual importa menos), al igual que los del PSOE. La norma que pretendió evitar la parcialidad y el sectarismo e impulsar la elección de juristas políticamente brillantes y neutrales es sorteada para hacer del CGPJ un trasunto del parlamento.

Es claro que este procedimiento viciado afecta a la independencia judicial, pero por ahora no ha sido posible eludir la deformación el espíritu constitucional. La otra opción, la de que fuesen los jueces quienes se autogobernaran, sería, además de inconstitucional, todavía más peligrosa por endogámica. Porque al menos con el modelo actual la presencia de la soberanía popular es el gran elemento legitimador del proceso.

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