Es difícil explicar lo inexplicable. Como la asombrosa facilidad con que algunas instituciones entran en una espiral negativa que sólo sirve para ponerlas en cuestión. Los titubeos, dudas y súbitos cambios de criterio del Tribunal Supremo en torno al impuesto sobre las hipotecas han provocado el estupor general y han dado pie a una arriesgada deslegitimación de la justicia. Los errores eludibles son, a menudo, más peligrosos que los inevitables; por ello, conviene analizar con rigor la cadena de equivocaciones y despropósitos que hemos vivido estas últimas semanas. Como si se tratara de una melodía discordante y desafinada, nuestra jurisprudencia ha pasado de considerar que el pago del impuesto de Actos Jurídicos Documentados (AJD) correspondía a los clientes a sentenciar que debían asumirlo los bancos, para de nuevo -tras dos días de deliberaciones del pleno de la Sala de lo Contencioso-Administrativo- proceder a rectificar y volver a la doctrina anterior. La decisión, tomada por una mayoría escasísima de 15 votos a favor y 13 en contra, subrayando una profunda división en el alto tribunal, ha suscitado la lógica indignación entre las asociaciones de consumidores, los partidos políticos y los ciudadanos en general. Cualquier país serio necesita estabilidad y seguridad jurídica, no zigzagueos continuos ni cambios de criterio inesperados. Y, de hecho, lo que se creía que estaba en juego en la decisión de la Sala no era el fondo de la cuestión, sino su posible retroactividad en el tiempo. La resolución adoptada sólo puede ser tildada de insólita y grave, sobre todo porque pone de manifiesto la mala gestión del caso, aunque sea por razones meramente formales -si no queremos entrar en el fondo del asunto-. El daño al crédito social provocado por la llamada crisis de las hipotecas exige, sin duda, la asunción de algún tipo de responsabilidades que evite alimentar retóricas populistas o, peor aún, la extensión de una sombra de sospecha sobre la independencia del alto tribunal.

El fallo del Supremo se puede cuantificar además rápidamente. En el caso de nuestra comunidad autónoma, el Govern Balear se ahorra la devolución inmediata de 157 millones de euros, que hubieran ido al bolsillo de unos 50.000 contribuyentes. A nivel nacional, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, calculó para todo el país la cuantía de 5.000 millones de euros, lo que hubiera supuesto una notable inyección al consumo, aunque a la vez hubiera producido un enorme agujero a los resultados de la banca, que se habría visto obligada a abonar esta misma cantidad a las respectivas agencias tributarias autonómicas. La magnitud de estos números nos da una idea de la sensibilidad ciudadana -de media unos 2.000 euros por hipoteca- al impuesto de Actos Jurídicos Documentados. La rápida reacción de la clase política -con Pedro Sánchez a la cabeza- ha acabado por acelerar la improvisación y agravar el malestar que domina en estos momentos la política española. Si el oportunismo es una variante de la demagogia, resulta difícil no pensar que el Real Decreto aprobado el viernes, que obliga a los bancos a pagar el impuesto hipotecario, no obedece a intereses claramente electoralistas. ¿Cómo logrará el gobierno evitar que los bancos no trasladen el coste de este impuesto a sus clientes? ¿Se encarecerán las hipotecas vía nuevas comisiones o mediante tipos de interés menos ajustados? Son preguntas para las que el presidente del gobierno no tuvo respuesta, como tampoco la tiene ninguno de nosotros. A los problemas se les debe responder con seriedad, inteligencia y rigor y no al albur de la actualidad. Y, en este caso, las incertidumbres -jurídicas, políticas, económicas y de credibilidad institucional- se superponen.