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Marga Vives

Por cuenta propia

Marga Vives

El nuevo turista

Si nada lo remedia, más de una decena de millones de turistas ocuparán nuestras calles, carreteras y playas durante el próximo año y lo harán cuando más les venga en gana, en el momento en que les apetezca escaparse de la rutina. Las vacaciones son sagradas y no entienden de desestacionalizaciones ni turistificaciones. Cada cual escoge, en la medida en la que le es posible, cuándo cambiar de aires. Y nosotros, en nuestra pequeña tierra salpicada de calas, somos irresistibles bajo el calor del sol.

En la década de los 50, los ingleses se inventaron el paquete vacacional, un producto de mercado masivo para los viajes de los súbditos británicos que llevó aparejada una fórmula tan demonizada hoy como el "todo incluido". Fue el punto de partida de la democratización del turismo; ya no hace falta gastarse los ahorros de todo un año para bañarse en aguas más apetecibles que el gélido Mar del Norte. El mundo es una inmensa plaza en la que confluyen todos los éxodos. También el nuestro, porque nosotros mismos participamos de la masificación de ciudades como Venecia, Barcelona o Bangkok. La realidad es que nos mueve la inquietud por situarnos eventualmente en lugares distintos al nuestro, porque esa es una de las formas de ocio y de desconexión más apasionantes que ha fomentado la humanidad y es, también, un modo de conquista emocional de espacios que nos son ajenos y por los que sentimos curiosidad.

Sin embargo, ya queda menos de ese concepto de rebaño aparentemente homogéneo que fue el turismo. Los patrones de consumo actuales han originado nuevos perfiles y hoy lo que tenemos es un mercado segmentado y muy flexible y, por lo tanto, más impredecible. Ahora existe Internet y cada vez necesitamos menos hacer cola en la agencia de viajes, porque lo que nos gusta es "customizarnos" nosotros mismos las vacaciones y buscar la ganga por nuestra cuenta, a partir del "boca a boca" o las opiniones de usuarios de TripAdvisor y demás.

John Urry fue un sociólogo cuyas investigaciones profundizaron en el fenómeno del turismo y la movilidad. Uno de sus libros preconizaba el rechazo de las personas a ser tratadas como turistas en masa. Él distinguía entre el turista "romántico", que busca diferenciarse de otros y a quien inoportuna que los lugares que visita sean frecuentados por mucha gente, y el turista "colectivo", que decide que un sitio vale más la pena porque recibe millones de visitantes. Es una clasificación básica, porque existen muchas otras categorías que definen lo que cada uno espera de su viaje. Pero si pedimos cosas tan distintas de nuestras experiencias, ¿por qué entonces nos empeñamos en sopesar el éxito de un destino según el número de personas que lo eligen? ¿por qué seguimos midiendo la salud del mercado sobre la base de que cuántos más vengan, mejor, incluso aunque tengamos que acabar regateando el precio? Nos faltan líneas rojas, pero no solo para no saturar el difícil equilibrio entre recursos y convivencia, sino porque corremos el riesgo de subvertir la diferencia, de convertir la variedad de destinos en una aldea global, una red de parques temáticos sin alma a ojos del viajero que incorpora su gusto cada vez más exigente por descubrir lo genuino entre tanta uniformidad. El "posturismo" es un neologismo sobre el que existen dos definiciones; la del que "viaja" a lugares remotos a través de las webs, sin moverse del salón de su casa, y la de quien no se conforma con el producto vacacional clásico y exige que se innove. Con suerte quizás el turismo que viene sea esto último. Ójala.

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