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Crisis vagales

A menos que vayas arrastrando una maleta con la mano derecha y sujetando entre los dientes un cartel con la palabra ´aeropuerto´ es una odisea conseguir un taxi

Odio las agujas. Sobre todo, que me saquen sangre. Pero cualquier pinchazo supone para mí un mal trago. La sala de extracciones es lo más parecido a un matadero humano. Con la gente haciendo -ordenadamente- una cola perfecta para ser vampirizados por unos magníficos profesionales que saldrán del purgatorio gracias a pacientes como yo. No en vano, este país -subdesarrollado y tercermundista para algunos- tiene el tercer mejor sistema sanitario del mundo. Algunos estudios apuntan a que España será el país con mayor esperanza de vida en 2040. Puede que algo estemos haciendo bien.

Aunque odie las agujas, lo primero que hice después de comprar unl billete a Thailandia fue ir a ver qué vacunas me recomendaban para ese viaje. Porque sí, son un rollo con efectos secundarios como febrícula, sueño o malestar. Pero mejor eso que contraer una hepatitis A en la otra punta del mundo. Lógica elemental. No puedo entender a quienes ponen en riesgo la vida de sus hijos -y las del resto- por no vacunarlos de enfermedades que repuntan después de un siglo erradicadas en el primer mundo.

Les confesaré que, hasta hace poco, las jeringuillas me producían crisis vagales. Para que me entiendan, me suponían tal nivel de ansiedad que mi cuerpo desconectaba el nervio vago y me desmayaba para no soportarla. Incluso con convulsiones y 40 pulsaciones por minuto. Mi psicóloga tenía razón con eso de las fobias irracionales. Lo que no tengo claro es que, tras superar la que tenía a las agujas, no vaya a desarrollar próximamente un nuevo pánico: el de necesitar un taxi.

A mediodía, por la tarde o de noche. Llueva o haga sol. Da igual. Últimamente, a menos que vayas arrastrando una maleta con la mano derecha, una litrona con la izquierda y sujetando entre los dientes un cartel con la palabra ´aeropuerto´ es una odisea conseguir un taxi. Incluso que te cojan el teléfono. Si es para acudir a una comida de amigos, te fastidia un poco -más allá de aquello de si bebes no conduzcas, cuando la alternativa es ir en patinete-. Pero cuando lo necesitas para ir al médico te acuerdas de todo el santoral.

En el hipotético caso de que un resignado ciudadano consiga que su llamada sea atendida y que le perjuren en arameo que tendrá un taxi en la puerta a la hora convenida, la tensión está siempre garantizada. Como en las pelis de Hitchcock. Ni siquiera llamando la noche antes para pedir un servicio a las 6 de la mañana al aeropuerto se garantiza uno llegar a tiempo a coger su vuelo. Resulta que el aviso se envía 20 minutos antes, como si el cliente acabara de llamar. Así que la probabilidad de que un taxista responda es la misma de siempre.

Me parece estupendo que prefieran estar todos en el aeropuerto intentando ganar más con una sola carrera. Lo que ya no me gusta tanto es que dejen a los residentes sin un servicio que se hace llamar público, aunque -desde luego- no lo es. Soy muy partidaria de que cada uno se gane la vida lo mejor que sepa. Pero no de que impida que los demás hagan lo propio. No contentos con dejarnos sin asistencia, tampoco quieren que la presten Uber o Cabify. Y los gobiernos, en lugar de velar por el interés general, prefieren plegarse una vez más al beneficio de los lobbies. Ya me dirán si no es para desconectar el nervio vago.

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