La brutal crisis económica que se inició hace diez años ha puesto en cuestión muchas de las seguridades propias de las naciones avanzadas: la principal, quizá, la creencia firme en el progreso compartido por el conjunto de la sociedad. Al contrario, esta última década ha visto ensanchar las fracturas de clase social, se ha precarizado el empleo y las políticas de bienestar social se han visto cercenadas. Tan crucial como las consecuencias económicas del crash del 2008 son las derivadas políticas del proceso, que apuntan -al menos como amenaza- hacia la decadencia del sustrato fiduciario sobre el que se sustenta la democracia representativa. Sin esa confianza fundamental, se abre la puerta a la proliferación de ideologías populistas que plantean la liquidación del pluralismo, la separación de poderes y las garantías jurídicas.

La confianza constituye, por tanto, una de esas virtudes previas que asientan la salud moral de los pueblos. Y es sabido que la confianza se obtiene como consecuencia de otras virtudes: pensemos en el necesario canon de buenas prácticas o en respeto a la palabra dada, por citar unos ejemplos. Como un aceite de motor, la confianza lubrifica las dinámicas de la prosperidad, porque al creer en el presente cree también en el futuro. De ahí que resulte tan esencial para la democracia revitalizar la vida cívica retornando a los principios que la sustentaron. No hay camino alternativo: recuperar la confianza es crucial.

En España, el poder judicial ha sabido poner en marcha una lenta pero efectiva depuración de las responsabilidades políticas en lo que concierne a la metástasis de la corrupción. Pero la cultura de la sospecha que se ha instalado entre nosotros no descansa solo sobre la política, sino sobre un abanico mucho más amplio. Ese fue el caso de las famosas "cláusulas suelo" que se aplicaron a miles de hipotecas durante años, encareciéndolas de forma notable, y que finalmente fueron consideradas abusivas por los tribunales. No ha sido éste el único supuesto que ha dañado la credibilidad de los bancos, si recordamos casos anteriores como el de la venta de las polémicas preferentes o la mala gestión crediticia de la mayoría de cajas de ahorro que condujo a su desaparición y al costoso rescate del sistema financiero español. Ahora le ha tocado el turno a los impuestos hipotecarios, con la sentencia de una sección de la Sala de los Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo que ha sentenciado que es al banco a quien le corresponde pagar el impuesto sobre actos jurídicos documentados en lugar de los clientes, como era práctica común. La sentencia supone un nuevo y duro golpe a la banca: ensombrece su credibilidad y reduce sus beneficios. Sin embargo, ante la polémica suscitada y de forma excepcional, el presidente de la Sala de los Contencioso-Administrativo ha convocado un Pleno para el próximo 5 de noviembre con el objetivo de acotar y clarificar la jurisprudencia sobre este supuesto. El propio presidente del Tribunal Supremo se ha visto obligado a pedir perdón por la confusión generada, consciente de que "lamentablemente no lo hemos gestionado bien". Es importante que esta clarificación del Alto Tribunal llegue pronto ya que de su decisión se derivan muchas consecuencias: la primera y más importante, la que afecta a las economías familiares tan maltrechas por los efectos de la crisis y los recortes sociales. La segunda, apela a la credibilidad y la confianza que merecen los distintos actores implicados y que exige ser restaurada cuanto antes mejor. La tercera consiste en dotar de certidumbre al criterio jurisprudencial, tanto en lo que concierne al pasado -¿cabe o no solicitar a los bancos o a Hacienda la devolución retroactiva de los impuestos hipotecarios?- como en lo que afecta a futuras hipotecas. Insistimos, una sociedad que cree en sí misma necesita seguridad, confianza y certidumbre. Recuperar esta confianza compartida debe ser nuestro máximo objetivo.