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Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

Ese malestar sumergido

Tres días en Barcelona. Tiempo de trabajo y tiempo de paseo. Qué buenos trabajadores son los catalanes y cómo se duelen de la fuga de tantísimas empresas. Te lo comentan tras largos ratos de conversación, casi como una necesidad. Percibo, en unos/as, una sensación de equivocación, por lo menos en el método, pero en otros, la certeza de su incapacidad ante el futuro, que se les ha escapado de las manos, entre gritos en pro y en contra, entre laminaciones sin piedad, entre sueños de una grandeza equívoca. Lo más curioso, sin embargo, es una especie de manto silencioso que cubre la ciudad en su funcionamiento diario, cada cual a lo suyo, sin alzar la voz, puede que más distantes que tiempo atrás pero sin que se perciban rictus de pesimismo o de esperanza. Un manto silencioso, repito, que hace de Barcelona la ciudad de siempre pero más callada, menos afanosa, ensimismada en cuanto lleva vivido y en tantísimo como le queda por vivir. Tres días que me han producido una especie de contemplación de ese malestar sumergido antes de darse de narices contra la inevitable realidad. A no ser?

¿Qué le sucede a España como nación de pueblos tan diferentes y a la vez tan repetitivos en su dinamismo histórico? Parece que todas nuestras grandes etapas, en ocasiones centenarias, y en ocasiones sumamente breves, se cierren con una hecatombe de confrontación que nunca desaparece sino que se transforma en ese humus donde crece el futuro. Nuestra época incivil de los 30 y 40 se derrama sobre los 50, 60 y 70 como si resbalara sobre ella misma, hasta que nos alcanza un tiempo transitorio iluminado e iluminante? pero que, ahora mismo, estamos dispuestos a destruir por esta plaga de estrambóticos profetas del cambio autoimpuesto sin haberlo reflexionado en conjunto todos los hombres y mujeres españoles. Mientras cambiamos, expulsamos al grupo diferente, sin piedad para el vencido en las urnas o en cualquier moción de censura, todo legal pero, todo tan oscuro y tan poco salobre.

De Rajoy pasamos a Sánchez en un salto en el vacío, sin tiempo para perfilar la oportunidad del trampolín, que ahora mismo, constatamos en Iglesias, siempre estratégico pero no menos táctico, tras descubrir que el poder no siempre se toma por las bravas porque también por las urgencias parlamentarias. Rajoy practicaba el silencio egotista : Sánchez practica la ejecución subterránea. Nunca sabemos nada de nada hasta que sucede. Como en Andalucía, como en Cataluña, como en Gürtel, como en ERE, como en bodas, como en prostíbulos. Como en el abuso de menores.

Ese malestar sumergido que nunca me abandona porque está ahí, en nuestra historia. Incluso cuando se ha tratado de grandes instantes, nos hemos empeñado en oscurecerlos con denuncias ideológicas o sencillamente vejatorias.

Cataluña/Barcelona está afectada de lo mismo que el resto de España, pero en su caso, además, con el sesgo independentista que aumenta la calidad y la cantidad del problema: Siempre lo sumergido, siempre lo inesperado, siempre la reivindicación local frente al conjunto. En ocasiones, pienso que a nuestro cainismo proverbial, se añade una envidia sistémica ante cualquier conquista ajena, como si el triunfar enajenara a quien lo observa. Algo de todo esto se percibe en los rincones de una ciudad tensamente aquietada, siempre a punto de estallar si uno de los grupos en liza se siente disminuido. Sobre todo, si se trata del grupo permanentemente quejoso del estado, de la nación global, del abuso de su bienestar, del menosprecio de sus raíces, jamás tentado de reflexionar sobre la situación ajena. Qué mala suerte creerse en posesión absoluta de la verdad, de la realidad histórica, de la interpretación de lo propio y de lo ajeno. Y cuando todo este malestar adquiere connotaciones sentimentales/emocionales, entonces está abocado a una angustia permanente : ni nos comprenden ni quieren comprendernos. Qué mala suerte vivir de esta manera.

Las aguas subterráneas barcelonesas encuentran correspondencia en ese malestar sumergido que experimento al memorizar el correteo por la ciudad de mi juventud. Sus gentes tienen valores excelentes individual y colectivamente, pero casi la mitad los han sometido a una fractura radical por obra y gracia de una autoestima exagerada fundada en una especie de determinismo histórico. Y así, como en la lejanía, contemplo cuanto sucede, en espera dolorida de la próxima sudoración. En ocasiones, los trampolines son la tumba del atleta.

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