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Matías Vallés

Fraude, el signo de los tiempos

La traición a la confianza del consumidor, elector o ciudadano explica el desplazamiento de las mayorías sociales hacia comportamientos ultramontanos

Pablo Casado no solo alegó que su máster fabulado era legal, sino que el posible soborno habría prescrito. El refugio en un delito anulado por su comisión fuera de plazo es intachable en un delincuente común, pero impensable en el presidente del primer partido político del país. Salvo que haya dimitido antes para facilitar su defensa. El Tribunal Supremo trató al líder de la oposición con la deferencia que se daba por supuesta, aunque un residuo de vergüenza le impulsó a añadir el evidente "trato de favor".

El político que se ha beneficiado de esta tropelía universitaria ni siquiera ha de enfrentarse a un juez para ofrecer unas someras explicaciones. Las instituciones volverán a resolverle el trabajo sucio penal, al igual que le allanaron el título académico. Imaginar que esta cadena de vulneraciones transcurre sin secuelas, equivale a pensar que el presidente del PP cursó efectivamente un máster. Por desgracia, el perjuicio no recae en el político que considera que un delito no importa, si ha transcurrido el tiempo suficiente. El prestigio ya muy erosionado del Supremo sufre el mayor daño. La corrupción masiva de los populares, que acabó desalojando a Rajoy, se derrama generosa y homogéneamente por las estructuras estatales.

La política aporta solo un espejo del fraude como signo de los tiempos. La traición a la confianza del consumidor, elector o ciudadano explica el desplazamiento de las mayorías sociales hacia comportamientos ultramontanos. No es una migración, es una expulsión. El engaño ha ingresado como norma aceptada, si se comete en las condiciones higiénicas adecuadas. Sin que Estados Unidos sirva de ejemplo, la faceta más escandalosa de la relación entre Donald Trump y la actriz porno Stormy Daniels consiste en que el hoy presidente se comprometiera a que su amante progresara artificialmente en el programa concurso del magnate, a cambio de las contrapartidas previsibles. En otras latitudes sería un delito que no propulsara a su amiga entrañable.

Nunca se había sermoneado tanto sobre la ética de los negocios y el daño reputacional, ni se había asaltado con semejante furia a ambos conceptos. La duplicidad entre una regulación para mostrarla al exterior, y otra para el consumo interno, estalla con alarma en ejemplos como los falsos másters. En una investigación a dos velocidades, hay alumnos que purgan la obtención irregular del título porque no tomaron la precaución de blindarse. De ahí a concluir que la presidencia del PP aporta una excelente protección, a Rajoy o a Casado, solo va un paso.

La aceptación resignada de la contaminación política con el fraude suele contraponerse a la pureza idealizada del orbe científico. La novela fundamental sobre la ética de la investigación es El dilema de Cantor. Su autor Carl Djerassi, uno de los padres de la píldora anticonceptiva, aprovecha su experiencia en el laboratorio para concluir que "sin la confianza, la investigación científica no podría funcionar". A continuación, los mayores fabricantes de automóviles del planeta manipulaban al consuno sus emisiones, ofreciendo datos falsos que además contribuían a lesionar la salud de los ciudadanos. O las grandes marcas de bebidas embotellaban agua del grifo, para venderla como mineral. La transformación de la industria en una novela picaresca no ha corrido a cargo de los truhanes minúsculos, sino de los gigantes del sector. La codicia no es una prerrogativa de los Gordon Gekko de Wall Street, el doctor José Baselga dimite de su cargo en la cima de la investigación oncológica entre una lluvia tóxica de millones de dólares.

El fraude no se comete desde la convicción de que será impune, sino de que será olvidado. En contra de Djerassi, los defraudadores confían en que su estafa personal no afectará irreversiblemente a los resultados generales. No se trata de erradicar las conductas indeseables, sino de mantenerlas dentro de unos márgenes tolerables. En contra de los fanáticos del control, el mundo actual no se basa en la gestión del orden, sino en la digestión del caos.

El precio de la desconfianza es un aumento exponencial de los costes. Así se comprueba en la mecánica de los bitcoins, donde cada transacción encierra a todas las anteriores, a costa de disparar el calentamiento global en los archivos. A menudo se plantean los límites en el almacenamiento de la ingente cantidad de palabras escritas, sonidos e imágenes incorporadas continuamente a las nubes. Si todos estos documentos demandan verificación, la empresa adquiere proporciones borgianas. Por otra parte, las reglas de comprobación están contaminadas desde el preciso instante de su confección, por el mismo argumento que establece que ni el divino facebook es inatacable.

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