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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Rumbo a la derecha

La presentación de Vox en el Palacio de Vistalegre ante más de 9.000 asistentes (un millar más sin poder acceder al recinto) ha encendido las alarmas de buena parte de la opinión. Tanto, que hasta el doctor presidente Sánchez ha aprovechado la ocasión para zurrar la badana a la oposición, que le exige la convocatoria de elecciones tras los episodios de las ministras de Sanidad y Justicia y el generalizado cachondeo a costa de su tesis doctoral. Así, después de esquivar su disposición a acudir al Senado para reexaminarse, con la excusa de prestigiarlo, ha proclamado: "es la radicalización de la oposición lo que alimenta a la ultraderecha".

Antes de cuestionar a Sánchez es obligado aclarar conceptos pervertidos en su significado por la propaganda, tanto de los partidos como de los propios medios de comunicación; en su afán, poco democrático de demonizar al adversario político, se le tilda de abyecto (fascista) para así destruirlo. Al menos en España, la ultraderecha se ha identificado, desde los sobresaltos de la Transición, con los sectores fascistas de la dictadura franquista que se oponían violentamente, de palabra y obra, a la democratización del país. Fascismo significa Estado totalitario, exaltación nacionalista y corporativismo. Desde la perspectiva del significado de las palabras, ajena a la capacidad de retorcimiento del lenguaje propio de los sectarios, confundiendo ultraderecha con derecha extrema (los extremistas son siempre los que no quieren reformar sino destruir) Vox sería el partido de derechas situado en el extremo superior de la escala de autoubicación ideológica que va, según el propio CIS, desde el 1 y 2 (izquierda), hasta el 9 y 10 (derecha). Son sus principales postulados la unidad de España, la aplicación de la leyes en Cataluña, la supresión de las autonomías, la ilegalización de los partidos separatistas, un solo sistema sanitario, el control de las fronteras, el cierre de mezquitas, la supresión del derecho al aborto, etc. Una formulación muy semejante a la que tenía la Alianza Popular de Fraga y dirigida por un antiguo dirigente del PP, Santiago Abascal.

Nada hace concluir que la demostración de Vistalegre pueda suponer algo más que la obtención de uno o dos diputados al parlamento europeo en las próximas elecciones en las que la circunscripción electoral va a ser única en todo el país. Lo excepcional en España es precisamente la inexistencia de representación institucional de la derecha situada en el extremo del espectro político de una democracia. Seguramente ha sido así debido a la peculiaridad del tránsito inédito de la dictadura a la democracia en nuestro país. La radicalización de una parte muy minoritaria de la sociedad española obedece, no a los aspavientos de Casado o Rivera, que cumplen con su papel al exigir a Sánchez la convocatoria inmediata de elecciones, sino a las consecuencias de la globalización económica y a la inmigración descontrolada, proveniente de un desestabilizado Oriente Medio y del África del norte y subsahariana: una cada vez más fuerte percepción de inseguridad. Ésta es la única explicación plausible para la influencia cada vez más visible en países como Suecia, Finlandia, Dinamarca, Holanda, antiguos baluartes de la socialdemocracia, de fuerzas derechistas y nacionalistas que ya han alcanzado el poder en Polonia, Austria, Hungría e Italia. El Brexit representa el triunfo del supremacismo inglés. Todas ellas amenazan el proyecto europeo sustentado en las ideas kantianas.

Es cierto que en España el proceso de derechización tiene unas características propias. A las incertidumbres generalizadas en Europa se les suman las carencias constitucionales que han propiciado la desviación partitocrática de la democracia, con sus funestas derivaciones, la formación de las llamadas élites extractivas y la corrupción. La identificación del catalanismo político con el romanticismo decimonónico y el reaccionarismo carlista, forjada en el fragor de la huida hacia delante de los dirigentes de CiU manchados por su gestión corrupta, ha provocado, después de las sesiones parlamentarias del 6 y 7 de setiembre de 2017 y la proclamación de la república catalana del 27 de octubre, la división de la sociedad catalana en dos bloques irreconciliables y la mayor crisis institucional española desde la aprobación de la Constitución de 1978. La crisis en el parlamento catalán entre ERC y PDeCAT no es sino consecuencia de las contradicciones de unas élites que para conservar el poder son capaces de una gestión disparatada y un buen puñado de electores independentistas buscando refugio en los poderes originarios del suelo, del linaje, de la lengua, el ritmo comunitario. Un delirio que descree de la razón y que abraza amorosamente la emoción del abismo. La exigencia de intensidad es más fuerte que la voluntad de conservación, a la que sirve la política.

No hay acción sin reacción. Y la deriva independentista escoltada a corta distancia por la izquierda de Unidos Podemos y un PSC que hasta hace dos años propugnaba un referéndum pactado con el Estado, no solamente provocó la aplicación del artículo 155 y el cuestionamiento del autogobierno catalán, sino que ha conseguido el despertar del nacionalismo español, reforzando las tendencias emergentes de una Europa sacudida por los embates de las crisis de la globalización y de la inmigración. Dure lo que dure Sánchez, el rumbo indica a la derecha.

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