Cuando en un futuro los historiadores analicen el origen de la crisis que vive desde hace unos años la democracia española, es probable que establezcan la financiación ilegal de los partidos políticos como una de sus causas más obvias. Y es probable también que sea en este punto -más que en las debilidades del texto constitucional- donde resida el pecado original de nuestra democracia. De todos modos, hay que observar que no se trata de una particularidad española, sino de un problema compartido por la mayoría de las democracias de nuestro entorno -de Alemania a Italia- y cuya solución pasa siempre por la labor de la justicia y por extremar los controles públicos. En nuestro país, ninguno de los grandes partidos ha sido inmune a esta tentación: recordemos el caso Filesa, que afectó directamente al PSOE, o el caso Palau, referido a la financiación de los convergentes catalanes, y por supuesto el caso Naseiro, que implicó al PP a principios de los años 90, entre otros muchos. Pensar que la calidad democrática de un país queda incólume del desgaste causado por la corrupción de los partidos supondría una ingenuidad. No sale gratis porque, lógicamente, sus ramificaciones son múltiples y emponzoñan no sólo el prestigio de la clase política -cuya ejemplaridad queda en entredicho-, sino también el normal funcionamiento de muchas instituciones. Pero, al mismo tiempo, creer que una democracia no sabe -ni puede- defenderse de esta mancha resulta también falso. La fortaleza de nuestras instituciones se prueba precisamente en el continuo trabajo de saneamiento que, aunque sea con lentitud, permite ir reparando los fallos del sistema. La labor de la justicia española es, en este sentido, impagable.

Esta semana el expresident Jaume Matas ha reconocido ante el juez la financiación ilegal de la campaña electoral que llevó a cabo el PP balear en 2003. Al pactar con la fiscalía la confesión de culpabilidad por delitos continuados de malversación, prevaricación, falsedad en documento público y fraude a la Administración por el denominado caso Over, Matas busca reducir la pena que dicte la sala, que podría ir de la privación de libertad por dos años y medio a una multa por valor de 18.000 euros. Será una condena más para Matas dentro de una larga trayectoria judicial que todavía no ha llegado a su fin. Su figura política resume algunos de los peores vicios de la época y pocas de sus virtudes. Su confesión, además, no atenúa este juicio de valor. Las sombras de aquellos años se siguen cerniendo sobre la realidad autonómica de hoy.

Si el expresidente del Govern suma ya varios condenas, José María Rodríguez, otro destacado dirigente del Partido Popular de Palma, inicia ahora su periplo judicial. Implicado también en el caso Cursach, la fiscalía pide para el antiguo hombre fuerte de la formación conservadora en Palma penas de hasta seis años de prisión. A la espera de la decisión definitiva de los tribunales -hay que recordar que el respeto a la presunción de inocencia de los acusados constituye un principio fundamental del derecho-, tal situación lógicamente no supone, a menos de un año de las elecciones autonómicas, un plato de gusto para los populares. Pero es justo reconocer también que, ya en tiempos de Bauzá, el PP no presentó como candidato a ningún imputado y que, por supuesto, pagó electoralmente por los casos de corrupción que habían salido a la luz pública.

La conciencia de la gravedad que, para el buen funcionamiento del sistema democrático, reviste la corrupción de los partidos hace que debamos felicitarnos por el trabajo de la justicia. La confesión de Matas tiene una gran relevancia política y como tal hay que valorarla. Nos habla de nuestro pasado inmediato y de una lógica de poder peligrosa para el correcto funcionamiento de una sociedad. La democracia, por su carácter parlamentario y representativo, exige que haya partidos, pero rechaza -debe hacerlo- los vicios de la partitocracia. Esta es una lección dolorosa pero ineludible.