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De Alicante a Cartagena o de bien a mejor

Viaje que hube de hacer urgido por la necesidad de confirmar algunos datos sobre el protagonista de una novela en ciernes, y del que he regresado con bastante más de lo que suponía cuando salí.

En el primer día de paseo por Alicante, ni la fortaleza de Santa Bárbara ni tampoco la concatedral de San Nicolás, anodina y desvaída, despertaron gran interés y en esos ratos el palmesano en que me he convertido, siquiera por adopción, apareció para unas comparaciones que, por lo vivido con otros y en distintos escenarios, suelen ser casi de rigor. ¡Para paisaje tendrían que ver estos nuestra sierra de Tramuntana! Santa Bárbara, comparada con Bellver y su entorno, relegada al purgatorio al igual que las callejas si hubieran de competir con Canamunt. En cuanto a esa iglesia, la nuestra, contemplada desde el paseo y al oscurecer, sopas con honda.

Sin embargo, diría que Ramon Llull vino a echarme una mano con aquel su "viaja por el mundo y maravíllate", porque mis iniciales impresiones fueron dejando paso a una cada vez más placentera contemplación de las coquetas y floreadas casas del barrio de Santa Cruz, bajo la falda del monte, para llegar a la cautivadora sorpresa cuando, ya entrada la tarde, pisé aquella Explanada de cerámica multicolor que, vista en perspectiva, se rizaba en olas que remedaban las de unas aguas cercanas.

Fue en esas horas del primer día, lejos de la Mallorca de mis amores, cuando volvió la convicción, hecha práctica en el posterior deambular por distintas poblaciones del recorrido, de que el mundo, levante o poniente, áridas estepas o misteriosas umbrías, está hecho de detalles y para disfrutar con ellos no es tan importante visitar nuevos sitios sino, como recomendara Proust, mirar con otros ojos para poder sumarlos a los recuerdos que viven en nosotros.

De Orihuela me he traído -no podía ser de otro modo- la higuera bajo la que escribía Miguel Hernández, así como unas tapas que sabían a gloria y al precio que aquí pagamos por un café: una de las razones por las que nuestra isla empezó a flaquear en el pulso. Asimismo, tuvimos la fortuna de coincidir con un festival de tunos y, como muchos años atrás, de nuevo poder andar en compañía de los clavelitos de mi corazón. No obstante, fue Cartagena, ciudad en la que murió décadas atrás mi personaje y en la que a día de hoy vive la sobrina y principal fuente de información sobre sus andanzas, el broche para esa semana que transité desde el desencanto a una creciente admiración.

Para empezar, en el hospital de Santa María del Rosell siguen conservando, a diferencia de lo que ocurre en el General de aquí, las historias clínicas de fallecidos en el siglo XX, lo que me permitió la consulta. Por lo demás, castillos, sobrecogedoras galerías para defensa de los bombardeos que fueron allí el pan de cada día durante la Guerra Civil y, por seguir bajo tierra, la historia de una de las ciudades más antiguas de la península surge de cualquier zanja, haciendo del subsuelo un reservorio de riqueza todavía en buena parte, se supone, por venir. Por encima, nunca había visto tantas fachadas apuntaladas y sostenidas en precario con tal de conservar su belleza en los futuros edificios que se alzarán tras ellas y. muchos de los que persisten, forman en su conjunto un admirable catálogo del buen hacer, lo que convirtió nuestro periplo callejero en una sucesión de boquiabiertas paradas frente a esculpidos balcones y ventanales.

Pero hubo más: mucho más. Por Puerta de Murcia y la calle Mayor, hasta el ayuntamiento, un entorno en el que ejercían de imanes los numerosos baretos, y para que el contenido no desmereciese en algunas de aquellas señoriales mansiones, tuve ocasión de visitar la de Catalina María -mi contacto- en la plaza de la Merced: una preciosidad del siglo XIX y en la que ella ha conservado desde suelos y techos de cerámica hasta vajillas y muebles varios de sus antepasados.

Y siguieron, hasta nuestra partida, los estímulos visuales. Sólo el circo romano justificaría el viaje, por no entrar en detalles sobre el Museo de Arqueología Submarina, con pantallas interactivas que llevan hasta los mismos fenicios. Puedo asegurar a los lectores que, aunque llegada determinada edad el éxtasis se hace improbable (y ni les cuento si una buena mañana te encuentras en el puerto con un barco de pisos que tapa el horizonte. ¿Les suena?), la ruta con destino final en esa ciudad es de todo punto recomendable. Me ha quedado en el tintero rastrear sobre el terreno alguna huella de aquella insólita declaración de independencia cartagenera en julio de 1873 y que duró unos escasos seis meses, aunque fueran muchos más que alguna otra más reciente y que aún colea. Tendré que esperar a una próxima vez.

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