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Antonio Papell

Torra en su desconcierto

T orra ha tenido ocasión de experimentar estos días la insostenibilidad de su posición, delegada del huido Puigdemont. Por un lado, el nacionalismo moderado (casi invisible pero presente sin duda) le impele a que busque un desenlace a la endiablada situación creada por el intento de golpe de mano fallido del 1-O; por otro lado, el nacionalismo radical le exige que mantenga la lógica inflexible del procés y que materialice a plazo fijo la independencia que se derivaría del simulacro plebiscitario. Si hace lo primero, los soberanistas radicales le insultan a placer. Si hace lo segundo, se aboca a un nuevo naufragio.

El dilema es endiablado pero resulta absolutamente pueril orientarlo hacia el chantaje al gobierno. Como dijo Miquel Iceta minutos después del ultimátum del pasado martes, no tiene sentido emplazar al gobierno para que negocie con la Generalitat un referéndum acordado de autodeterminación porque, parafraseando a 'El Gallo', lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Todo el mundo sabe que ni este gobierno ni ningún otro negociará con la Generalitat la soberanía de Cataluña, por lo que el recurrente retorno al asunto resulta sencillamente absurdo. Y la realidad es la que es: cualquier salida razonable y posible pasa por una lenta recuperación de la confianza entre las partes -en medio de insultos de los radicales, la CUP y los CDR- y por el desarrollo paciente y pacífico de la propuesta socialista contenida en la llamada declaración de Granada y ya esbozada por Pedro Sánchez a su llegada al gobierno: una reforma estatutaria, inserta en una reforma constitucional. Esos hitos, que podrán enunciarse con estas palabras o con otras distintas, contienen los únicos referéndums posibles a los que pueden aspirar los catalanes (uno, el autonómico, extendido sobre Cataluña; el otro, el constitucional, sobre todo el Estado).

Ante la salida de tono de Torra, un apátrida ideológico extremista y sin partido, conviene preguntarse a quién representaba el presidente de la Generalitat al lanzar el trágala. Hace unos días, todo el mundo daba por cierta la influencia personal de Puigdemont en el fracaso de la moción parlamentaria tendente al diálogo que iban a firmar el PSOE y los nacionalistas del Congreso, que puso al borde de la dimisión al portavoz del PDeCAT, Carles Campuzano. Ahora, tanto el PDeCAT como ERC niegan estar detrás de la última campanada del president, e incluso Rufián tuvo ayer palabras duras de desautorización hacia Torra por haberse arrogado la portavocía de Esquerra sin permiso. Tan sólo la CUP mostraba su satisfacción porque está cerca de cumplirse el "cuanto peor, mejor" que daría lugar a la catástrofe? Así las cosas, todo indica que la amenaza/evasiva de Torra no expresaba la opinión de la mayoría soberanista y ha sido sólo el medio de eludir su propio ridículo, al verse vapuleado por aquellos mismos -los miembros de los CDR- a quienes animó por la mañana, horas antes de que, por la tarde, se viera obligado a enviarles a los guardias de la porra para contener sus desmanes.

La cuestión está por tanto aproximadamente como estaba, y eso ya lo conocen los soberanistas: uno de los caminos de futuro es el de fomentar progresivamente el deterioro institucional hasta el retorcimiento del Estado de Derecho, en cuyo caso el gobierno de turno aplicará el artículo 155 de la Constitución que supondrá una parálisis ilimitada de la situación y un impasse político que esta vez puede durar años; el otro es el del forcejeo dentro del marco de la legalidad, en que se avance por el camino de las reforma autonómica y constitucional, en un clima de distensión basado en la creación de una confianza creciente.

Ya se sabe que esta segunda opción es extraordinariamente difícil, pero no hay otra practicable que no suponga un retroceso dramático hacia la cronificación del conflicto.

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