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Antonio Papell

Cataluña y la enemistad política

Victoria Camps ha traído a la prensa un hermoso artículo sobre el valor de la contención, basado en el trabajo de Levitsky y Ziblatt "Cómo mueren las democracias" en el que se asegura atinadamente que la fortaleza bisecular de la democracia norteamericana se basa en dos normas no escritas, la tolerancia que se prodigan los partidos rivales y la contención con que se tratan a la hora de discrepar.

Dichas normas, muy elementales, gradúan y limitan la enemistad política, que aun siendo el motor de la dialéctica que caracteriza al pluralismo y que lanza la acción pública hacia el progreso, tiene que tener límites para no resultar destructiva. En torno a la enemistad política, compiten en el terreno de la sociología política dos posiciones antagónicas. Por un lado, Carl Schmitt, antiliberal y antiindividualista, teorizó sobre la esencialidad de lo político nucleado en torno a la distinción entre «amigos» y «enemigos», el «ellos contra nosotros» como inspiración radical de la acción política a la hora de resolver conflictos. De otro lado, el liberalismo tradicional, que sólo actúa con eficacia en situaciones de notable nivelación ideológica, postula la racionalización de la enemistad y su reducción magnánima a un antagonismo manejable. «Ser liberal -escribió Marañón- es estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo, y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin».

Si Carl Schmitt puede ser invocado en aventuras revolucionarias en las que lo que se pretende es cambiar el modelo de convivencia -el sistema de representación o el propio marco constitucional-, nuestras maduras democracias sólo son funcionales si limitan la enemistad política al juego evolutivo que resulta de las construcciones constitucionales que establecen las fórmulas de reparto del poder. La alternancia es la forma más clara de evolucionar políticamente en nuestros países, que han avanzado de forma clara atribuyendo alternativamente la iniciativa a las grandes opciones que compiten por imponer sus criterios. Siempre de forma provisional y reversible, obviamente.

En nuestro país, este modelo liberal ha funcionado bien en la práctica. Derecha e izquierda han ido imponiendo sucesivamente sus progresos a la vez que conseguían consensos evolucionados que marcaban un rumbo cambiante. Sin embargo, de un tiempo a esta parte parece que la enemistad se ha endurecido. ¿Acaso no es inexplicable que la derecha y la izquierda estatales estén aprovechando ahora el conflicto catalán para agredirse sin medida, en lugar de cooperar en la búsqueda de un desenlace racional al conflicto? ¿Por qué el PP no acudió este lunes al solemne acto en que el primer ministro francés entregaba al primer ministro español la documentación incautada a ETA, en un acto cargado de simbolismo? Hay muchos más ejemplos, obviamente.

Se puede entender -se entiende de hecho- que los nuevos partidos, Podemos en particular, sientan escepticismo con respecto al valor del marco institucional porque ellos no son deudores de la Transición, ni se implicaron directamente en sus valores y presupuestos. Pero las organizaciones que representan los grandes vectores de centro-derecha y de centro-izquierda que han sostenido sobre sus hombros al Estado surgido de la demolición de la dictadura deberían mantener una complicidad esencial, en absoluto incompatible con sus lógicas discrepancias en casi todo lo demás.

Si se quiere, cabe incluso una concreción crítica sobre el actual estado de cosas: ¿qué sentido tiene que PP, C´s y PSOE polemicen en público sobre la pertinencia de volver a aplicar el artículo 155 CE si todos sabemos que la única solución real del conflicto pasa por la negociación y el diálogo, por la distensión paulatina y por el aislamiento de los radicales, que cada vez están más a la vista, más en evidencia y más aislados?

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