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Antonio Papell

La cronificación del conflicto

Un año después del 1-O, y tras la agitada jornada de ayer en Cataluña, resaltan si cabe con más énfasis que entonces los errores cometidos en el desencadenamiento de la crisis catalana, en tanto todo apunta a una clara cronificación. Aunque sí -justo es reconocerlo- la política estatal ha producido un viraje en la dirección adecuada, sin garantías de que la otra parte sea receptiva a la mudanza y esté en condiciones de asumirla y explotarla para sacar el gravísimo problema del impasse en que se encuentra. Un impasse que se puede medir de muchas maneras pero que acaba de expresarse mediante un dato bien descriptivo: en el primer semestre del año en curso, la inversión extranjera en Cataluña ha caído un 41% frente a un incremento del 1,3% en el conjunto de España.

El 1-O representó sobre todo, ahora se ve con claridad, una ruptura abrupta de la confianza entre la institucionalidad política catalana y el Estado español. El soberanismo lanzó a la comunidad autónoma a un absurdo viaje sin retorno, que no podía ser exitoso -era inimaginable que el Estado cediera a la presión y aceptara tranquilamente la secesión-, y que no hizo más que confirmar lo que ya se sabía: el sentimiento identitario catalán es muy complejo, son muchos más probablemente los que se sienten mestizos que los que se ubican en los extremos, y el mero planteamiento de la dicotomía hace imposible cualquier solución ya que las opciones son irreconciliables.

Por otra parte, el Estado, en manos de un equipo incompetente dirigido por el absentista Rajoy, equivocó la orientación e hizo el ridículo. Una administración moderna no podía permitirse el lujo de fracasar frente a un motín, y el Gobierno no supo hacer frente a la ingeniosa habilidad de unos aficionados que fueron capaces de organizar un referéndum en toda regla con todo el aparato policial del Estado enfrente. Ni los voluminosos recursos del CESID supieron dar con las dichosas urnas, ni Interior supo aplicar debidamente las fuerzas de Seguridad del Estado, cuya respetabilidad quedó bajo mínimos desde el momento en que el ministro Zoido decidió alojarlas en el "Piolín" (policías nacionales y guardias civiles ya fueron desde entonces ´los piolines´).

Así las cosas, el nuevo gobierno, con su fragilidad evidente, ha atinado con la actitud: frente a la gran confrontación abierta, sólo cabe tender la mano y pedir al otro que haga lo mismo. Pero el apretón real de manos no llegará hasta que se restituye siquiera en parte la confianza. Y ello ha de lograrse mediante un proceso necesariamente lento que no llegará si los principales actores no tienen la grandeza de espíritu y la altura política de enfrentarse a sus propios disidentes. Es curioso que en tanto Pedro Sánchez está siendo acusado de traidor por la derecha parlamentaria española por sus intentos de pacificación, el consejero del Interior catalán sufre la misma agresión verbal lanzada por los Comités de Defensa de la República y por la CUP por haber evitado una durísima batalla campal en el centro de Barcelona.

Es lo que tienen los conflictos enconados: a medida que se deteriora el tejido dialéctico, los frentes empiezan a deshilacharse. El nacionalismo catalán convencional, agrietado internamente por la proverbial desconfianza entre el pujolismo conservador y ERC, está rompiendo puentes con la CUP, que quiere arrojarse al precipicio. Y en el otro lado, los progresistas españoles, que participaron en la declaración del 155 por coherencia constitucionalista y no han de arrepentirse de ello, tienen ahora la desabrida hostilidad de los conservadores que han terminado emboscándose tras el nacionalismo españolista para conseguir sus propios fines.

Este es, a grandes rasgos, el drama que tenemos que solucionar, en el que no hay atajos y en el que quienes presuman de estadistas tendrán que resignarse a un desgaste duro y difícil de resistir, en el que seguirá habiendo juego sucio y mucha turbiedad. De momento, algo se mueve, y es necesario que las gentes de buena voluntad se esmeren en preservar ese hilo de esperanza que los radicales de ambos lados se empeñan en destrozar.

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