La historia de Son Banya cuenta ya con un largo recorrido. Fue a principios de los años 70 del pasado siglo cuando se inició un proyecto urbanístico de integración social que tenía mucho de experimental para la época y que, desde la perspectiva que da el paso el tiempo, ahora se puede confirmar que se ha saldado con un doloroso fracaso. En su origen, el poblado de Son Banya fue impulsado por la sociedad Ingima (Integración de gitanos mallorquines) y pretendía solucionar el problema del chabolismo asentado en el barrio palmesano de El Molinar. El nuevo poblado estaba formado por 124 viviendas que se asignaron al mismo número de familias. Los equipamientos eran modestos pero significativos: contaban con una escuela, servicios de policía municipal y de asistencia social, e incluso con un delegado de barrio que ejercía de representante político. El alquiler de las casas era casi simbólico, apenas cien pesetas mensuales, pero pronto -en muchos casos- se fueron acumulando las deudas y los impagos. La inserción laboral era dificultosa y, lógicamente, las turbulencias financieras de los tres lustros siguientes -a raíz de la crisis del petróleo en 1973 y de los ajustes exigidos a la economía española- no contribuyeron al éxito de la iniciativa. Al cabo de pocos años, la población de Son Banya se disparó y reapareció el chabolismo que en principio se quería erradicar. Ya en los años 80 el tráfico de droga tomó el poblado, sellando un resultado dramático para un proyecto de integración social que fue pionero en España pero que no fructificó del modo planeado. Son Banya, desde hace mucho tiempo, no es ya una solución sino un problema con múltiples ramificaciones y graves implicaciones sociales. Y una democracia plena como la nuestra no puede tolerar guetos ni espacios degradados, sino que requiere servicios e infraestructuras dignas para todos los ciudadanos.

Así, durante décadas, Son Banya se ha convertido en una patata caliente de difícil gestión para las administraciones públicas. Las distintas alternativas propuestas a lo largo de estos años han topado con múltiples dificultades y resistencias. La primera, la de los propios habitantes del poblado, que no deseaban moverse de allí. Un ejemplo lo hemos tenido esta semana que, ante el inicio del derribo de las casas ordenado por Cort, respondieron con violencia y altercados -un hecho que sólo cabe tildar de inadmisible-, forzando incluso la suspensión durante unas horas de la actuación de los operarios y los técnicos municipales. Al día siguiente, una veintena de vecinos de Son Banya protestaron frente al ayuntamiento exigiendo la paralización de los derribos previstos. Con buen criterio, Mercè Borràs, regidora de Bienestar, ha insistido en que "no hay vuelta atrás" y que continuarán los desalojos en las próximas semanas. Es un proceso similar además al que viven otras ciudades españolas. Lo cual no excluye, por supuesto, la obligación de vertebrar un potente programa de integración que facilite al máximo la inserción sociolaboral de las familias afectadas.

De acuerdo con la regidora Borràs, un equipo municipal de Servicios Sociales trabaja desde hace tiempo para valorar las circunstancias concretas de cada uno de los vecinos y conceder las ayudas precisas caso por caso. Las políticas públicas tienen que ser generosas y solidarias, a la vez que exigentes y respetuosas con las normas. La atención temprana a los menores es fundamental, como demuestran las experiencias educativas de otros países de nuestro entorno, al igual que la formación y la inserción laboral de los adultos. El objetivo no puede ser otro que una vida digna para todos, sin excepciones. Y esto sólo es posible con el esfuerzo, el consenso y la cooperación de las distintas partes implicadas.