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JOrge Dezcallar

Síntomas preocupantes

La declaración de Trump de una guerra comercial en gran escala con China por valor de 250.000 millones de dólares, otra con Europa sobre aluminio y acero y otra con Canadá en un despliegue de proteccionismo como no se veía desde hace mucho tiempo, junto con los problemas de algunos países emergentes como Argentina o Brasil y la subida del precio del crudo, son factores que nos afectan porque frenan el crecimiento global de la economía, que la OCDE ya ha reducido al 3,7%, y porque hacen renacer viejos fantasmas que en el siglo pasado nos llevaron a guerras en Europa y al crecimiento del fascismo y del comunismo, mientras en Asia alumbraba el imperialismo japonés y conflictos con Rusia, China y Corea, hasta la revolución comunista de Mao.

Suena muy alarmista y lo lamento. Lo que entonces sucedió nadie lo deseaba. Nadie quería la Gran Guerra ni se vio venir en Alemania la catástrofe que supuso Hitler cuando envolvió a Europa en llamas y que nos sigue avergonzando con el Holocausto, la mayor aberración moral de la historia. Tampoco los rusos sospecharon las atrocidades que cometería el comunismo estalinista hasta que tuvieron el país lleno de gulags y ya era tarde, que diría Bertold Brecht.

Se llegó a esa situación por el crecimiento de una nefasta combinación de fuerzas: un nacionalismo expansionista (todos los son, hasta los pequeñitos, como prueba el delirio de los "Països catalans"), una devastadora crisis económica, proteccionismo comercial, pretensiones de hegemonía excluyente entre Alemania y el Reino Unido (hoy es entre EE UU y China), en un contexto de hundimiento de la clase media y de crecimiento de las desigualdades sociales y del malestar ciudadano. ¿Les suena?

Cuando fueron derrotados el nazismo alemán, el fascismo italiano y el imperialismo japonés, el mundo tuvo ocasión de replantearse el futuro sobre nuevas bases. Y lo hizo de la mano de los Estados Unidos con la fórmula del "consenso de Washington" (democracia liberal y economía de mercado) aunque no lograra que la Unión Soviética entrara en el juego. El resultado fue un mundo bipolar y dividido, con un equilibrio basado en el miedo que suscitaba la destrucción mutua asegurada pero que nos dio 50 años de estabilidad hasta la desaparición de la URSS en 1991.

La paz estaba garantizada y las tensiones se descargaban en la periferia (Corea, Vietnam, Cuba, Hungría...). Y eso fue posible porque a diferencia de lo que ocurrió en 1918, cuando los americanos vinieron a luchar en Europa y luego se retiraron, en 1945 los americanos volvieron a sacarnos las castañas del fuego y luego se quedaron con el Plan Marshall que permitió la reconstrucción económica de un continente arrasado por la guerra, y con la OTAN y sus bases militares que garantizaron nuestra seguridad frente al coloso soviético. Era un arreglo que algunos hoy critican porque implicaba que los europeos reconociéramos y aceptáramos la hegemonía norteamericana mientras se nos dejaba crecer económicamente y tratar de copiar el American Way of Life (como en Bienvenido Mr. Marshall), porque la influencia americana se trasladó también a la música, la moda, el cine y, en definitiva, a eso que se llama "soft power".

Pero eso se acaba. Donald Trump parece pensar que el sistema liberal tiene costes intolerables para Washington y que proveer a la defensa europea no se justifica cuando tenemos una sociedad de bienestar que el mundo entero envidia y además los EE UU padecen un déficit comercial con nosotros. Y por eso renuncia a seguir siendo el garante último de la estabilidad del sistema, algo que ya comenzó cuando Obama decidió (sin conseguirlo) retirar sus tropas de Oriente Medio para concentrar su esfuerzo en la reconstrucción nacional muy dañada por la crisis que siguió a la caída de Lehman Brothers. Pero Obama tenía una política exterior (apoyo a Europa, defensa de la OTAN, contador a cero con Rusia, pivote hacia Asia) que ha dejado de existir con Trump, cuya política está basada en la improvisación y en la impredecibilidad como objetivo. Trump renuncia a ese orden liberal que con sus defectos ha asegurado la paz mundial durante setenta años (con algunas excepciones), el período más largo de la historia, sobre la base del multilateralismo, la democracia, la economía de mercado, el libre comercio, instituciones internacionales sólidas para dirimir conflictos, y el respaldo de seguridad norteamericano, y opta por cambiarlo por un sistema multipolar con tensiones constantes entre países y grupos de países, con proteccionismo, con guerras comerciales, y con desconfianza ante las organizaciones internacionales (ONU, Tribunales internacionales) y disgusto por las alianzas (OTAN) o los tratados (del Pacífico, el acuerdo nuclear con Irán, de París sobre el clima), por entender que le perjudican y limitan su libertad de acción. Es algo que quizás beneficie a los fuertes (tampoco estoy seguro) pero que perjudica a los demás.

En un clima dominado por la globalización e interdependencia, el regreso del nacionalismo insolidario que busca enemigos y levanta muros, el aumento de las desigualdades, la pérdida de atractivo de la misma democracia, y las mentiras institucionalizadas al servicio de intereses ocultos difundidas gracias a la revolución tecnológica, son muy malas noticias porque fomentan el crecimiento de desestabilizadores populismos antisistema y dan respaldo electoral a movimientos de ultraderecha antieuropeos, racistas y xenófobos, cachorros del fascismo, que nos ponen los pelos de punta cuando vuelven a levantar impunemente el brazo derecho en las calles europeas.

No estamos en 1914 ni en 1939. Pero hay serios motivos para volver a preocuparse.

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