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Inventario de perplejidades

Sindicalismo en el museo

Los más de 7.000 aspirantes a 28 plazas de vigilante en el Museo del Prado

Las ofertas de trabajo con salarios decentes escasean y cuando surgen unas pocas el número de aspirantes a ocuparlas se cuenta por miles. Y de manera especial aquellas que garantizan estabilidad en el empleo, como todavía son las que convocan el Estado y otros entes públicos. Por ejemplo, las 28 plazas de vigilantes del Museo del Prado a cuyas pruebas de acceso se han presentado un poco más de 7.000 aspirantes. Una cantidad desproporcionada pero todavía menor que una convocatoria pasada en la que para tan solo 11 plazas se presentaron casi 19.000, lo que obligó a la dirección del museo a alquilar 60 aulas de las universidades con un desembolso extraordinario de 300.000 euros.

La expectación está plenamente justificada ya que cada una de esas 28 plazas va dotada con un salario bruto de 23.000 euros al año en 14 pagas, una cantidad muy superior, pese a su modestia, a lo que ofrece la mayoría del empleo precario, amén del disfrute de una serie de ventajas sociales que garantiza (eso dicen algunos medios) uno de los mejores convenios colectivos de la Administración. Me consta que es así. A finales de la década del 70 y principios de la del 80 se discutía el destino que había de darse a los periódicos de la Prensa del Estado. El personal, con una fuerte presencia de sindicalistas de izquierdas en los talleres, era partidario de que aquel conjunto de importantes cabeceras perviviese como prensa pública, y si eso no fuese aceptable por los partidos políticos que se ofreciese a los trabajadores la opción de hacerse con ellos comprándolos a precio de tasación. Y en último caso que se les ofertase la posibilidad de integrarse en la Administración si saliesen a subasta, que es lo que acabó por suceder con el sorprendente apoyo del PSOE de Felipe González, que cambió de criterio nada más llegar al Gobierno. La pelea sindical fue intensa con huelgas y continuas demandas en magistraturas de trabajo y otros tribunales civiles, incluidos el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Pero al final se impuso la fuerza del poder y la mayoría de los trabajadores acabó integrándose en la administración del Estado, una salida que en principio tampoco estaba contemplada y por la que hubo que disputar bastante.

Entre ese grupo estaba el colectivo del cierre del Marca y del Arriba, un personal numeroso que llegaba de madrugada al taller para empaquetar y distribuir los periódicos. Tenían una jornada de tres horas y muchos de ellos compatibilizaban esa tarea con otros empleos nocturnos de especial dureza. Pues bien, en ese grupo se fijó el entonces director del Museo del Prado que necesitaba personal para atender las crecientes necesidades de la más famosa pinacoteca del mundo. La integración no fue fácil y los recién llegados defendieron sus derechos con gran combatividad, incluida la jornada de tres horas, lo que obligó a negociar dos turnos de seis horas durante quince días al mes. Nunca un museo, lugar tradicionalmente pacífico, soportó tanta agitación sindical, pero por lo que ahora trasciende el convenio colectivo resultante es de los mejores de la Administración. De lo que me alegro de forma especial. Yo era entonces presidente del Comité Intercentros de la Prensa del Estado.

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