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José Carlos Llop

Arte y expolio

De lunes...

La otra noche oí en el telediario de la 1 una cosa muy rara. Las cosas raras, hoy día, son cosas muy normales, o sea que debería decir que en el telediario de la 1 oí una cosa muy normal. Ya lo he dicho. La noticia versaba sobre la Iglesia y sus bienes inmatriculados. O sea, la parte de su patrimonio arquitectónico o inmobiliario -se admiten ambas visiones- acogida a una ley del año 98, creo, para demostrar jurídicamente que ese patrimonio pertenece a la Iglesia como institución terrenal -lo digo así porque se trata de propiedades materiales-. Hasta aquí bien. Todos sabemos que conventos, monasterios, iglesias y catedrales son patrimonio eclesiástico pero se ve que, en algunos casos, faltaba algún arreglo formal -vulgarmente, papeles- y se hizo con eficacia en los últimos tiempos. Pues bueno: bien también.

Pero vuelvo a lo que oí en el telediario de la 1 a raíz del asunto y en boca de una diputada nacional de Podemos. Decía ella: la Iglesia representa el mayor expolio artístico de la Historia. Eso dijo y me quedé estupefacto. Uno no sabe si estas cosas se dicen por pura ignorancia y repetición de pensamientos demagógicos -que creo que sí- o por mala fe -que creo que no-. Pero se admite la duda. ¿Expolio artístico, la Iglesia? ¿La mayor mecenas de la historia de Occidente, expolio artístico? Los lugares donde millones de personas han tenido su primer contacto con el arte -mucho antes que en un museo-, ¿expolio artístico y el mayor de la Historia? Qué cosas. Deberíamos preguntar a Brunelleschi, a Piero della Francesca y a Miguel Ángel, por ejemplo, si se sintieron expoliados en sus trabajos para la Iglesia o al revés, si pudieron llevarlos a cabo gracias, precisamente, a los dineros de la Iglesia. Y como a ellos, a miles de artistas, mayores y menores, y otros tantos artesanos, repartidos por toda Europa a lo largo de siglos. La música religiosa de Bach, ¿es un expolio de la Iglesia? ¿O es todo lo contrario, un regalo universal por encargo de la Iglesia? Y ya callo, no sea que -por facilidad argumental- caiga en la demagogia inversa.

...a viernes.

La semana pasada murió un hombre por el que hace años sentí tanta curiosidad como, digamos, respeto. No sólo por él, sino por él como contraste ante lo vulgar. Me explicaré. Ese hombre fue amante de lady Diana Spencer, ya casada con príncipe Charles. Pero al revés que otros hombres que también lo fueron -los caprichos amatorios de Lady Di fueron mayores en número que los de su marido, abstraído en la mente y encelado en las artes de Camilla Parker-Bowles, hoy duquesa de Cornwall- ese hombre que murió la semana pasada fue lo que antiguamente se llamaba un caballero. Nunca habló, ni insinuó. Nunca mostró fotografías, ni se dejó fotografiar en público con ella a solas. Tampoco sobre un lanchón, en un hotel o en un baile. Nunca. No fue como Hewitt, esa deshonra -tan habitual, por otra parte- del género. Y tampoco se dedicó a llamar a periodistas para envanecerse de un asunto que debería ser sólo íntimo, ni para protegerse o afianzar su relación, por si acaso venían mal dadas. No vendió exclusivas "casuales". Tampoco -que se sepa- la maltrató jamás. Se enamoraron, fueron amantes, él la amó, ella perdió la cabeza por él y él se retiró a sus cuarteles familiares. Ya había ocurrido en alguna que otra ocasión, con una aristócrata turca y otra de Oriente Medio. Se llamaba Oliver Hoare y era un hombre muy atractivo, experto en arte islámico y devoto, dicen, del sufismo y su experiencia mística. Conocía Irán como la palma de su mano -leía árabe y persa- y a su galería de arte acudían a consultar anticuarios, técnicos de casa de subastas y otros galeristas. Hoare era elegante, amable, sofisticado, culto, simpático y seductor. Por su origen y aficiones habría podido ser un buen personaje de Bruce Chatwin y si hubiera sido escritor o artista todos los periódicos irían plagados de necrológicas. Alguna ha tenido. Como amante de Lady Di, que quiso abandonarlo todo por él para irse juntos a vivir a Italia. Cuentan que si se le preguntaba a Hoare por el affaire, la ironía y el desdén hacia quien le hacía la pregunta fueron siempre su particular tinta del calamar. British Style.

Estos días se han publicado un par de fotografías -maravillosas, por cierto- que revelan el esplendor del enamoramiento entre ambos, la satisfacción de saberse juntos aunque no lo estén ni oficialmente, ni en el mismo plano. Las dos están tomadas en Ascot y son sus parejas oficiales -príncipe Charles y la mujer de Hoare, a quien siempre volvió y con quien estuvo hasta ahora que ha muerto- los que pasean cara de aburrimiento y circunstancia. Ellos dos, no. Hay en los dos un brillo distinto que ya sabemos de dónde viene. Él, charmant, se toca la chistera y mira de reojo; ella, espléndida, sonríe abierta y segura de sí misma, con una seguridad que con su marido no supo mantener, o éste no supo darle. Ambos se contemplan sin mirarse, ambos se celebran mientras parece que celebren Ascot, su paseíllo entre chaqués, pamelas y estrambóticos tocados y el saludo a amigos y conocidos.

Hay más: príncipe Charles y él mantuvieron viva su amistad desde los tiempos de Eton -lo que, dado el caso, habla bien de ambos-, y como todo adulterio tiene algún detalle de sainete, en una ocasión descubrieron a Oliver Hoare desnudo tras un enorme macetero de los jardines del palacio de Kensington. La vida, que se ríe de todos nosotros, sea en tabernas o en palacios.

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