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Matías Vallés

Un juicio visto para condena

Ahora que reina el devastador Florence, conviene recordar que una de las preguntas más frecuentes que recibe el Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos plantea que "si se hiciera estallar una bomba atómica en el vórtice de un huracán, ¿se neutralizaría el ojo de su efecto tormentoso?" La institución formuló una respuesta estándar, que incluye un juicioso comentario, "es innecesario decir que no se trata de una buena idea". Responder al tornado catalán con el arma nuclear del Tribunal Supremo tampoco ha sido una idea brillante. España vuelve a pagar la desidia de Rajoy, y no será la última vez.

En los años de la transición que asombró al mundo, mal que les pese a los antisistema, el parte meteorológico venía complementado a diario por el "estado de opinión" en los cuarteles. Había motivos para pulsar dicha ansiedad, a la vista del 23F. Cuarenta años después, porque todo en este país remite a la unidad de tiempo en cuarentena, se ha difundido el "estado de opinión" de los jueces en sus chats auspiciados por el Consejo General. También ellos hablan de golpismo, aunque prefieren verlo en el ojo ajeno. Y nadie les disputará una prosa cuartelera, que debe ser el máximo común denominador cuando los practicantes de un oficio se encelan en las prerrogativas de su profesión. Los magistrados disertan sobre "nazis", "virus", "criminales" o "hijos de puta", con un tono que todavía no han conseguido trasladar a sus sentencias lingüísticamente deplorables.

Este inesperado viaje al tortuoso interior de la magistratura resuelve el cansino conflicto Barça-Madrid en su faceta judicial. El desenlace de la peripecia catalana ante el Supremo es más previsible que un episodio de Sálvame, por citar un espacio que a la fuerza ha de figurar en la dieta informativa de los chateadores, si se examina la sutileza cartesiana de su pensamiento florido. El juicio está visto para condena, y es del todo innecesario malgastar dinero público en procesar a los ya encarcelados. El estado de opinión de los cuarteles judiciales confirma la sospecha previa de que no existe un solo miembro de la alta instancia que contemple la absolución, ni como fantasía. No se trata de criticar esta evidencia, sino de obrar en consecuencia.

Es superfluo que el Supremo juzgue a Oriol Junqueras y compañía, una vez que ya ha concluido un veredicto en las antípodas del dictamen vigente en países primitivos como Bélgica o Alemania. Para ahorrarse una divagación en la línea programática del Llarena que ha asombrado al mundo, o remachar una acusación de la Fiscalía que incide en la crisis económica padecida por la región española que más crece según los últimos datos, hay que pasar directamente al fallo. De acuerdo con la temperatura media del colectivo a quien corresponde la decisión, quince años de cárcel por barba parece una estimación razonable, que satisfaga a los magistrados más furibundos sin llegar a las décadas de prisión de los vozarrones maximalistas. In dubio, aporreo.

Por lo visto y leído en el chat judicial, la democracia ha consumado la integración plena de los magistrados en el seno de la sociedad. No solo por un lenguaje pletórico de coloquialismos, "qué pasada", sino porque el forofismo de jueces que hablan de su profesión no desentonaría en ningún graderío. Las consideraciones jurídicas brillan por su ausencia, tampoco se efectúan distingos reparadores entre los acusados. De ahí que esta modesta propuesta, para evitar que una argumentación jurídica apasionada se convierta en una carga para sus autores, tampoco individualice penas. La condena debe alcanzar en igual cuantía a Junqueras y a la consellera de Familia presa, cuyo nombre nadie conoce pero que sin duda fue capital en la trama.

Quince años parecen muchos para un observador no imbuido por el fervor de la contienda, pero solo si no ha leído los comentarios del foro judicial. Conviene recordar que al Rajoy del infalible manejo de los tiempos le montaron dos referenda. El primero ya fue juzgado y condenado por la evidente desobediencia de Artur Mas. Nadie podrá acusar al Tribunal Superior de Cataluña de proclividad hacia los procesados, que perdieron su condición de políticos sin mayores lesiones de la convivencia. Aquel proceso resuena hoy ejemplar, pero inalcanzable en el huracán que ni una explosión atómica lograría contrarrestar.

El pasado marzo, el abogado de Puigdemont me decía en entrevista que "por su prestigio, los jueces del Supremo tendrán que hilar muy fino en una sentencia condenatoria que se someterá a los tribunales internacionales, y que pasará a la historia. No se atreverán a un fallo más propio de un tribunal militar, cuando la fiscalía pide penas de terrorismo, más altas que a Tejero". Un letrado puede superar a veces en inocencia a su cliente.

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