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Matías Vallés

Al Azar

Matías Vallés

Qué bien se vive sin Aznar

Pasado un plazo prudencial, la afición echará de menos hasta a Mariano Rajoy. Quizás hemos seleccionado un caso extremo, pero los destierros políticos nunca son irreversibles, y el ser humano tiende al perdón una vez consumada la venganza. En su reaparición en el Congreso, existía por tanto la posibilidad de que Aznar hubiera suavizado sus aristas, de que se hubiera enriquecido. En realidad, se ha embrutecido, y casi duele contemplar a un presidente del Gobierno longevo enredado en el ajuste de cuentas en que ha degenerado la política. Por no hablar de que sus errores de apreciación caen todos del lado de la era de la mentira, inaugurada por Trump.

Ante rivales como Iglesias o Rufián, el primer presidente de la derecha gozaba de una oportunidad única para interpretar al estadista que nunca fue. Prefirió una intervención arrevistada. En vez de reclamar su papel histórico, reivindicó su caricatura. Con éxito, porque nada hay más cómico que un maximalista al que le traicionan los axiomas, en la versión insuperable del Paco Martínez Soria a quien los principios se le transforman en catástrofes. Aznar sigue siendo el hombre inflexible ante el terrorismo que sufrió el mayor atentado vigente en la historia de Europa occidental, por no entrar de nuevo en las mentiras que tejió sin respeto hacia las víctimas.

Si Aznar hubiera evolucionado, desde aquí habría que pedir disculpas por el rechazo visceral que suscitó su gestión. El padecimiento de su intervención desquiciada se compensa con la constatación de lo bien que se vive sin él. En un espectáculo de un par de horas, logró empeorar la imagen que acarreaba cuando abandonó La Moncloa, tras el desastre electoral de su partido. Después vendría la corrupción que lo envuelve, y que niega como hizo con el 11M. Es un placer despertar y recordar que Aznar no pinta nada, aparte del asombro de que un día fuera tan insustituible.

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