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Trapicheo consentido

Imagine por un momento que va paseando por alguna de nuestras comerciales "Jaimes", la segunda o la tercera y que de pronto su atención se ve cautivada por un par de zapatos, pongamos por ejemplo, que son tan "usted", se encandila y murmura por lo bajini "¡qué monos!, ¡qué lindos!". O la expresión que utilice usted de ordinario cuando cree que ha descubierto la adquisición ideal; revisa usted el precio que está modosamente colocado junto a los modernos escaparates, 73 euros de mi corazón, y acto seguido pasa a someter a sus meninges a esa especial álgebra de resultante incierta en la que se entrelazan magnitudes nada conciliables, el deseo de posesión y la capacidad monetaria para conseguirlo, algo así como mezclar filosofía con contabilidad; finalmente auto convencido de la necesidad de tener a sus pies aquellos zapatos, se interna en el local de venta, y ante la amable pregunta del vendedor o vendedora musita su voluntad de probarse un determinado número y color de aquel calzado; se los prueba, se mira a esos espejos inclinados que existen en las zapaterías para que uno desde arriba pueda ver lo que tiene abajo, le gustan y se gusta. ¿Me los llevo?, se escucha a usted mismo decir; ¿quiere la caja?, le pregunta el amable vendedor o vendedora y a su respuesta afirmativa, coloca suavemente los zapatos en el seno de aquella, y le dice "me los tiene que pagar con tarjeta porque no se los puedo cobrar en efectivo"; extrañado, extrae usted ese trocito de plástico de nuestras desventuras y lo tiende al tendero, quien le anuncia que los zapatos cuestan 107 euros; tras el shock inicial, y con apenas un hilo de voz dice usted, pero el cartel del escaparate pone 73, a lo que el tendero con una socarrona sonrisa explicativa le razona: "Son 73 de los zapatos, 6 de la caja, 12 por elegir el color, 9 por pagar con tarjeta y 7 por la gestión de la venta, total 107 euros".

A estas alturas se estará usted preguntando a qué tipo de tarro le habrá estado dando éste escribidor para sacarse de la manga una historia tan inverosímil, tan rocambolesca, y es que a nadie se le ocurriría en su sano juicio adquirir ningún producto en esas condiciones de casi timo, con ese trapicheo engañoso. Cuan errado anda usted, amable lector, si piensa tal cosa; seguro que usted mismo ha tenido el privilegio de ser actor consentido de una igual actuación, llamémosla mercantil, tan solo le ha sido necesario para ello el haber adquirido un billete aéreo con el objeto de que el aeroplano le transporte entre el punto A y el punto B, anunciado; por un precio, un ejemplo, de 56 euros, y que tras el apropiado sometimiento al tránsito informático de rigor, se ha convertido en un precio de 93, por un sinfín de aquellas mismas pequeñeces, elección de asiento, trasporte de maleta en bodega, gestión del billete, pago con tarjeta, etc, que van incrementando el primitivo precio hasta su final resultado. ¿A que ahora ya no le resulta tan increíble la historia de la zapatería?

Y es que además algunas de esas triquiñuelas aumentativas son incluso faltas de alternativa; no es que usted las elija, al igual que en la zapatería fantástica, a usted amable usuario de servicios de aviación, no le es dada la alternativa de pagar cash o mediante ingreso bancario, solo con el plastiquito por lo que abonará una determinada cantidad, por no hablar de lo de la gestión del billete, una especie de arcano incomprensible a menos que demos por bueno el que el dependiente de la zapatería nos cobre también por su "gestión" de la venta, que por lo menos habremos podido comprobar en persona, y es que alguien debiera preguntarse por cuál es el gasto real para el gestante de esa gestión del billete, y sobre todo ¿cuál es la causa que sea una magnitud variable? ¿O es que las teclas a pulsar en el ordenador son más o el programa informático sufre algún deterioro añadido si el billete se compra para Santander o para Río de Janeiro? Son esas incógnitas todavía por descubrir como si estuvieran en el lado oscuro de la luna.

Pero lo peor no es que usted y yo nos convirtamos en partícipes de ese nuevo timo de la estampita, porque al fin y al cabo, a usted y a mí, no nos queda otra que pasar por el aro si queremos salir de la Roqueta; lo peculiar es que los que se pasan el día atosigando al ciudadano de a pie con reglamentos, normas, directivas, casi en su mayoría limitativas de los que le está permitido al simple contribuyente y que mandan raudos a un inspector de consumo al pequeño taller denunciado por un cliente que dice que le han cobrado la colocación de un tornillo de más que no era necesario son los mismos que parecen dar por bueno que esos especiales comerciantes aéreos hagan de su capa, no sé si un sayo o un saco. Habrá que preguntarse si no les interesa esa concreta actividad que se me antoja abusiva o es que hay otros motivos para no darles mucho la murga a los que así se producen.

Tal parece que en nuestra ordenación autonómica de protección al consumidor se indica que la interpretación de la norma se realizara siempre a favor de ese consumidor, pero claro para que la norma se interprete debe existir voluntad de aplicarla. Si al zapatero le obligan a poner en sus escaparates el precio final de un par de zapatos sin que sean admisibles otros aumentos no anunciados no llego a comprender porque a otros no se les exige no más, pero tampoco menos.

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