Diario de Mallorca

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Mierda

De momento, no es apabullante, pero sí sutil y constante. Un tufillo permanente de aguas estancadas y excrementos playeros. Hace ya rato que sospechamos que aquí algo está fallando. No insistiremos mucho en la inepcia de los responsables políticos y en los funcionarios del ramo. El alcalde pone cara de progre preocupado, de hiperconcienzado. Pero se queda sólo en la cara y en un discurso que parece de gravedad, pero que resulta vacuo. Sus objetivos son otros, más grandiosos y ambiciosos. Tiene un proyecto para Palma, una cosa muy seria que a todos nos tiene en vilo. De tan altos vuelos que no puede fijarse, horror, en el deterioro de la ciudad que alcaldea.

No es de recibo que cada vez que cae un chaparrón, la mierda, nuestra mierda, esa mierda que a todos nos iguala y hermana haga de las suyas y haya que colocar esa bandera roja que no significa "cuidado con las olas", sino algo mucho más viscoso y alarmante: "cuidado con la mierda." Debe de ser muy hermosa la ciudad y, por extensión, su solar, esto es, la isla entera para que los turistas, ciertos turistas reincidan. Los turistas reincidentes, uno no sabe cómo tratarlos. Como seres excepcionales y dignos de estudio. Como seres, en definitiva, faltos de imaginación. La sensación, una vez pronunciada en varias ocasiones la palabra "mierda", es de desbordamiento. Un desbordamiento no sólo físico, sino mental. Una especie de fatiga crónica está afectando al palmesano, al mallorquín y a los políticos autóctonos. Un colapso neuronal que nos mantiene paralizados y con cara de expulsados o de idiotas malhumorados.

Me gusta escuchar las conversaciones de esos visitantes nacionales venidos de Castilla o Asturias. Son fragmentos que cazo al vuelo, palabras que me siguen cuando me alejo del grupo de turistas. Visten con decencia, sin concesiones. Su corrección en el vestir y en el hablar contrasta con la fatiga lingüística y la dejadez en la indumentaria de los mallorquines, por no hablar del descamisamiento generalizado de los turistas extranjeros, que llegan a la isla en chanclas, en bermudas y muchos de ellos borrachos perdidos, dispuestos a probar eso del balconing, práctica que habría que institucionalizar como un atractivo turístico más.

Pero estaba con esos turistas nacionales, castellanos o astures, extremeños o vascos. Hay una moral ahí, una estética sobria que utiliza un lenguaje cristalino a la hora del comentario: "No he visto ciudad más sucia. Una pena de ciudad, con lo bonita que es." Y lo afirman sin grandilocuencia, sino con sequedad, como un veredicto inapelable. Sus ojos traslucen desencanto, como si fuesen testigos del deterioro progresivo de lo que fue, años ha, un destino soñado: Palma. Pienso en el contraste entre estos vecinos de Oviedo o Vitoria y nosotros, palmesanos desleídos y disueltos en la nada, seres desganados que vemos en primera línea la suciedad progresiva de una ciudad sin ilusión ni nervio, a punto de ser decepcionante. Y, sobre todo, el contraste se acentúa cuando uno acaba de regresar de algunas ciudades españolas -no hace falta ir a Suiza- y ha comprobado que allí han ganado en calidad de vida y aquí la hemos perdido a raudales. Entonces, la comparación, en efecto, se hace odiosa.

Es cuando regresa la palabra temida, de rabiosa actualidad: mierda.

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