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Antonio Papell

¿Qué hacer con don Juan Carlos?

El pasado día 6, el presidente del Gobierno y los presidentes del Congreso y del Senado comparecieron públicamente para poner en marcha los actos conmemorativos del cuadragésimo aniversario de la Constitución de 1978, que se cumple en diciembre. Una Comisión ad hoc se ocupará de los preparativos de una conmemoración apartidista, que hará hincapié en el disfrute de las libertades y en la inmensa transformación económica y social que ha experimentado este país en las cuatro fecundas décadas que han transcurrido, y a cuyo término nuestro país está en paz -el conflicto catalán no perturba esta definición- y ocupa un lugar puntero en el mundo.

Pero hay un problema: en la presentación de los actos del día 6 de diciembre, aniversario del referéndum de ratificación de la Carta Magna, no se previó la presencia de don Juan Carlos, el rey emérito, que fue -conviene recordarlo- el autor intelectual de aquel proceso, el que urdió e impulsó aquel viaje de la ley a la ley que, diseñado por Torcuato Fernández Miranda y conducido con mano diestra por Adolfo Suárez, nos ha traído hasta aquí con el menor coste posible, sin que hubiera de mediar un colosal desquite o una refriega vindicativa que hubiese dificultado y retrasado todavía más el desarrollo democrático español.

Los actos del aniversario de la Constitución incluyen un concierto el 5 de diciembre en el Auditorio Nacional, al que supuestamente asistirá el rey probablemente con su esposa e hijas, pero no don Juan Carlos. Zarzuela ha dado a entender que, después de la filtración de la grabación de Corinna -en la que la supuesta amiga del exrey lo acusó de numerosos delitos-, se habría tendido una especie de cordón sanitario como el que afectó a la infanta Cristina tras desencadenarse el caso Urdangarin. Con la particularidad de que el silencio sobre la figura de don Juan Carlos es afectado ya que lo que ahora se celebra está íntimamente vinculado al papel de la jefatura del Estado, tantas veces elogiada en público y en privado por los partidos que ahora silencian su nombre.

La realidad es que don Juan Carlos ha dejado escaso margen para cualquier otra opción. Su figura es inviolable por mandato constitucional, que como recuerdan los constitucionalistas no defiende tanto al rey como al sistema, y por ello se descarta cualquier encausamiento. Pero el precio de haber bordeado los límites que le correspondían es el ostracismo. El sucesor, que tiene felizmente a gala el estricto cumplimiento de sus funciones constitucionales, tampoco podría actuar de otro modo. Y así lo entiende la opinión pública a juzgar por una encuesta de SocioMétrica publicada por El Español en la que el 51,9% de los encuestados cree que lo más adecuado es restar al rey emérito funciones representativas como en su día se hizo con la infanta Cristina, frente al 36,2% que piensa que tal prevención no es necesaria. Esta misma encuesta, por cierto, muestra un respaldo del 56,4% a la Corona por su actitud en la crisis catalana frente al 33,6% que cree lo contrario. Y la monarquía parlamentaria es preferida por el 48,4% de los españoles frente al 37,1% que opta por la república.

No parece, pues, que haya una opción distinta de la de prescindir de don Juan Carlos en los fastos del cuarenta aniversario, ya que en cierto modo él mismo se ha autoexcluido con la deriva final en forma de cacería de elefantes en Botswana. Don Felipe no hereda las máculas de su progenitor (aunque algún día deberá tomar decisiones sobre la herencia material que reciba, que podrá aceptar o no), y una vez más tendrá que optar por cumplir con su obligación, aunque quede relegada su devoción. Pero esta evidencia no significa que haya que silenciar absurdamente el papel de don Juan Carlos en los hechos que se conmemoran: una cosa es no invitarle y otra muy distinta ocultar su labor, que sigue siendo objetivamente plausible y sin la cual no se entendería casi nada de lo que ha sucedido.

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