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Antonio Papell

ERC tiene la llave

La mayoría soberanista en las últimas elecciones catalanas de diciembre de 2017 fue del 47,49 %, distribuido de este modo: JUNTSxCAT (antigua CiU), 21,65%; ERC, 21,39%; CUP, 4,45%. Es evidente que el independentismo no tiene la mayoría social, que, en asuntos de tanta envergadura, ni siquiera se posee al alcanzar la mayoría absoluta: el derecho internacional reconoce que los grandes cambios de statu quo requieren mayorías "suficientes", "cualificadas", porque un viraje sobre la forma de Estado o la soberanía no puede tener una carga excesiva de aleatoriedad y debe responder a una voluntad muy clara, consolidada y difícilmente reversible. ¿O acaso se pretende que unionistas y separatistas consumen la unidad y la fracturen sucesivamente, según sople el viento electoral cada cuatro años?

Por añadidura, ese 47,49% no es homogéneo. Para la CUP, la idea de independencia representa la salida de la Unión Europea y la constitución de un régimen totalitario conforme al modelo de la vieja Albania. Y, por añadidura, el nacionalismo conservador representado por Puigdemont -que ha puesto en marcha una nueva plataforma transversal, la Crida, por él patrocinada- y el progresista encabezado por Junqueras están evidenciando diferencias estratégicas notables.

En vísperas del 11-S, Junqueras, que no es partidario de un adelanto electoral, declaró en una entrevista a TV3 que "no ve atajos" para llegar a la independencia y sólo contempla ahora la posibilidad de un referéndum acordado con el Estado (lo que supone un evidente cambio de actitud ya que él formaba parte del núcleo separatista que auspició el referéndum unilateral de octubre). Pero tampoco parece que haya unanimidad en el seno de ERC ya que acto seguido la portavoz del partido, Marta Vilalta, dejaba claro que los republicanos no descartan ninguna de las vías, incluida la unilateral: "No renunciamos a ninguna vía cívica y pacífica para poder hacer realidad la república catalana". Por si acaso, ERC ya ha manifestado su oposición a la Crida Nacional de Puigdemont, que ha interpretado como una OPA con la que el pospujolismo pretende adueñarse de su clientela.

Las razones de esta discrepancia tienen una raíz ideológica, sobre la que cabría deliberar, pero sobre todo se basan en la divergencia de intereses. Junqueras es consciente de que su situación personal, en prisión y con graves cargos sobre su cabeza, sólo se aliviará si se consigue encauzar una vía de pacto que, a medio plazo, debería pasar como es lógico por un indulto que cerrase definitivamente (al menos por un par de generaciones) el contencioso. A Puigdemont, y, en general, al nacionalismo conservador vinculado la pujolismo, les conviene la ruptura, la catástrofe, ya que sólo así, a través de un desenlace abrupto, pueden alentar una remotísima esperanza de salir relativamente indemnes de esta deriva. Puigdemont será una especie de judío errante si no consigue presidir la República Catalana, aunque sea en el exilio. Y Pujol pasará a la historia según sea el fin del conflicto: como el padre de la patria, si hay independencia, o como un voraz depredador que se enriqueció con su familia a expensas del patriotismo menudo de la botigueta y la sardana.

ERC -conviene recordarlo- tiene tras de sí una historia con muchos claroscuros, pero es una formación consistente y antigua que puede sentirse llamada por el deber histórico de fidelidad a un pueblo que no merece ser víctima de la actual demagogia. En cambio, en el PDeCAT rebulle, junto a honrosas excepciones, una fraternidad de oportunistas que se han cubierto con la bandera catalana para medrar. Las formaciones estatales que forman el armazón del Estado deberían tener en cuenta todos estos matices a la hora de graduar sus estrategias y de planear las fórmulas de solución de un conflicto que se podría ir de las manos a la menor frivolidad y a cuya solución hay que aplicar todos ingredientes disponibles.

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