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La tercera columna

Suecia extremista

Los resultados conseguidos por los Demócratas Suecos (DS) en las recientes elecciones legislativas confirman que la extrema derecha es capaz de consolidarse incluso en países con contrastada tradición liberal y un Estado de bienestar aparentemente bien asentado que, sin embargo, también ha sufrido las consecuencias de una crisis económica que está configurando un nuevo tablero político. La extrema derecha sueca es, de hecho, la formación que más ha crecido en estos comicios, con 14 escaños por encima de las anteriores elecciones y 43 más que hace ocho años, cuando entraron por primera vez en el Riksdag. Por el contrario, los socialdemócratas en el poder y los moderados han perdido 27 escaños.

Son resultados que no han sorprendido ni en la propia Suecia ni en Bruselas, después de los cosechados por la extrema derecha en Alemania, Italia, Austria o Escandinavia. El líder de DS, Jimmi Åkesson, ha construido un discurso simple pero sólido dirigido a aquellos que sienten amenazada su identidad y su trabajo, atacando a unos partidos tradicionales incapaces, según él, de resolver dos de las cuestiones que más preocupan a la ciudadanía: la masiva llegada de refugiados y el miedo consiguiente al desempleo, a pesar de que la tasa de paro del país no supera el 6%. Lo cual confirma el diagnóstico del politólogo holandés Cas Mudde, para quien los populismos extremistas de derecha explotan electoralmente las derivadas identitarias de la crisis antes que las económicas. Y eso ha calado entre la población rural ubicada en el sur y oeste de Suecia, antiguos bastiones de la izquierda, una región industrializada y por tanto con mayor proporción de parados después de los procesos de deslocalización de la última década.

Eso se explica por la transformación del perfil del electorado de extrema derecha sueco, como sucede con la mayoría de sus homólogos europeos. Los orígenes del partido se encuentran en movimientos fascistas tradicionales que cristalizaron en 01988 con el Partido Sueco, acusado de racista por los medios de comunicación y el resto de formaciones políticas, que establecieron un cordón sanitario mediático a su alrededor. Pero bajo la dirección de Åkesson la formación empezó a abandonar las posiciones marginales, reconstruyendo tanto su imagen como su discurso al desvincularse del fascismo tradicional y violento protagonizado por las cabezas rapadas, llegando a prohibir los uniformes en sus manifestaciones. Akesson exhibe el prototípico perfil del nuevo líder de extrema derecha europea: es joven (tiene 39 años) y defiende un programa xenófobo y ultranacionalista que, según él, solucionará todos los problemas derivados de la crisis migratoria y económica.

Los resultados de estas elecciones dibujan un panorama ideológico fragmentado en el que, es cierto, una coalición entre socialdemócratas y moderados podría impedir el acceso de la extrema derecha a los resortes del poder ejecutivo. Pero el avance electoral de la extrema derecha es innegable en las democracias europeas, entre otras cosas, porque han conseguido canalizar el descontento ciudadano hacia aquellos representantes de la política tradicional que no aciertan a resolver los problemas derivados de una crisis que hace diez años era económica y ahora es política. Y está por ver que las mismas medidas que evitaron el crac financiero sirvan para contener el colapso institucional que se perfila en el horizonte político europeo elección tras elección.

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