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Comisionar, no gobernar

Cuando Napoleón quería que un asunto no se resolviera, lo encomendaba a un comité. El humorista norteamericano Fred Allen fue aún más allá, al definir a estas comisiones como grupos de personas carentes de preparación, nombrados por otras carentes de disposición, para hacer algo carente de utilidad. Conozco a quien, ejerciendo tareas de dirección de un centro universitario, solía montar cada dos por tres reuniones con compañeros que no formaban parte del equipo directivo para tratar los temas más candentes. A esos concilios los llamaba con coña la centrifugadora, porque le servían para dar vueltas y más vueltas a las cosas inaplazables sin decidirlas y por supuesto sin pasar por el riesgo de equivocarse personalmente.

Cuando se opta por gobernar de esta manera, se persiguen al menos tres objetivos: delegar la legítima función de mando que corresponde al elegido, generando el espejismo de una administración abierta y accesible; evitar la resolución inmediata de la cuestión de que se trata, sacándola del foco; y difuminar el coste de un eventual error en la decisión, atribuyéndoselo al maestro armero. Es decir, todo menos ir directo al grano y tratar de solventar los problemas.

En democracia, no debieran admitirse más órganos colegiados que aquellos previstos legalmente, con el Consejo de Ministros a la cabeza. La multiplicación de estas comisiones coyunturales en cada departamento, algunas creadas por voluntad personal del jefe del ejecutivo para materias de lo más prosaico, contribuyen a un notorio vaciamiento de la función deliberativa que se reserva al gobierno como genuino instrumento de apoyo al presidente. Con independencia del coste que suponen -por servir normalmente para saldar deudas clientelares con personalidades afines-, sus funciones de asesoramiento acostumbran a solapar las propias que en nuestro ordenamiento asumen las estructuras concebidas con vocación de continuidad y sabio consejo especializado. Por eso, el abordaje de los dilemas de orden político desde el poder ejecutivo tienen sin duda que volver a descansar en exclusiva en el Consejo de Ministros, que para eso está. Y aquellos otros de tinte más técnico o que precisen de orientación en detalle, ser de nuevo confiados si así se desea a los órganos administrativos asesores correspondientes, que para eso se les paga y para eso una ley los ha aprobado. Si unos u otros están configurados con equipos que no satisfacen las necesidades del llamado a gobernar, bien hará en cambiarlos conforme a los requisitos establecidos, pero sin que se le puedan ser permitidas excursiones fuera de ese marco institucional consultivo.

Lo que se salga de ahí, como se está viendo con la proliferación de estas comisiones, aparte de constituir tantas veces un notable derroche presupuestario, constituye un auténtico camelo con ropaje de erudición, organizado con inequívoca intención de aparentar una seriedad y solvencia irreal, trasladando a la sociedad la falsa creencia de que se gobierna, cuando lo único que se hace es comisionar, algo bien distinto.

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