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La vida en un almacén

El acúmulo indiscriminado que a veces practicamos, como si de estratos geológicos se tratara, es lo que de vez en cuando mueve a un propósito (tan reiterado como pasajero) que, recientemente, la japonesa Marie Kondo parece renovar en muchos/as a través de sus libros: La magia del orden o La felicidad después del orden. Y el asunto tiene su miga porque si es cierto -como se afirma en el Eclesiastés- que hay un tiempo para cada cosa, que además haya un sitio donde ponerla puede convertirse en pesadilla.

Solemos guardar lo más variopinto por un par de razones que priman sobre otras: "Quién sabe si más adelante?" y "Total, tampoco molesta". El caso es que, sin llegar al síndrome de Diógenes, aquí y allá, debajo, al fondo o en un altillo, permanecen durante décadas jerséis apolillados, calcetines con tomates, cajas de juegos que no hemos vuelto a abrir o la filmadora del año de María Castaña y, en cuanto a las mujeres, tengo la impresión (contrastada en ocasiones) que las reservas se amplían a cremas solidificadas y fondos de armario que son más bien depósitos a partir de los que sería posible reconstruir un pasado desde la adolescencia. Unos y otras, en el día a día, nos limitamos a apretar, comprimir las pertenencias por si en un futuro pudiesen recobrar su papel, aunque se trate de un conservadurismo dudoso como lo son la mayoría, fruto de la costumbre y mantenido porque evita la elección que, como se sabe, supone siempre una pérdida.

Se trata, pues, de una servidumbre propia de la inercia y posible mientras aguanten cómodas, estantes y armarios. Nada que ver con el coleccionismo y la ansiedad que lleva aparejada, porque almacenar es un proceder que la evita; tampoco hay avidez ya que no estamos en la persecución compulsiva de lo que nos falta, sino frente a la prudencia de mantener lo nuestro a buen recaudo por lo que pueda ser aunque llegado el momento, si acaso llega, la búsqueda pueda resultar infructuosa y, en el ínterin, vernos obligados a revolver entre telarañas, insectos o deyecciones de algún que otro ratón.

Conscientes la mayoría de nosotros de todo lo anterior, no es de extrañar que la tal Kondo haya alcanzado con sus publicaciones un éxito millonario y es que además, avispada ella, juega por lo que he leído a ganadora y colocada. Tenemos en general más cosas de las que necesitamos (una obviedad que nos coloca en sintonía con su discurso) y, a partir de esa evidencia, aconseja mantener únicamente aquellas que despierten "la chispa de la alegría" (ambigüedad para todos los gustos) para, a continuación, ordenarlas según el método conocido como Konmari, de modo que sean fácilmente accesibles y al tiempo ocupen el mínimo espacio. Tal ha sido, precisamente, la circunstancia que me ha movido a escribir estas líneas, y es que ha sido de no creer (lo he visto, que no practicado) cómo pueden colocarse decenas de lo que sea en unos pocos palmos de caja; convenientemente enrolladitos/as, todo a la vista y, el resultado, un primor. De seguir su consejo, revisen sus pertenencias; desechen algo para que no se diga y el resto podrán volverlo a resguardo evitando la apariencia de un primario mogollón. Si tienen muchos apegos, aun con escaso fundamento, todo un alivio.

Tras el hechizo por tanta prenda reubicada y reducida a su mínima expresión, no pude resistirme a tirar algo más del hilo y así llegué a Clotilde Martínez, la organizadora de espacios. "Si no me hace sentir poderosa, bella? -afirma-, ¿para qué lo guardo?". Admitiré que el argumento pueda servir para según quién o qué; sin embargo, los motivos para el acopio pueden ser otros, y si las pertenencias en cuestión no son plegables ni su conservación exponente de inquietud ante el futuro como sugiere la japonesa antes citada, la sistemática expurgación que recomiendan no termina de convencerme. Los hay que -y no miro a nadie- utilizan la ropa vieja hasta que por cuestión de pura estética -en general a sugerencia de la consorte-, cambian a la que guardaban sin estrenar y esperando el momento en que se hiciera imprescindible. Con tales hábitos, ¿a qué conduciría la revisión que proponen las autoras? ¿A la basura lo nuevo, con etiqueta y todo?

En cuanto a los centenares, miles de libros que atestan las paredes (el hogar está donde se tienen los libros, aseguró algún famoso), tirar los que no se hayan leído transcurrido un tiempo prudencial desde su compra, como aconsejan ("La mayoría ya no se leerán"), y también los otros porque rara vez se relee, acabaría por homologarnos a Napoleón que, según cuentan, arrojaba los ya padecidos o disfrutados por la ventana de su carroza. Y tampoco es eso, ya que algunos, aún no seducidos por las versiones digitales, seguimos pensando que en las sugerencias de Marie Kondo hay por lo menos tantas excepciones como concordancias y, además, no disponemos de carroza.

Quizá, en último término y más allá del almacén en que puede transformarse cualquier domicilio, Andrè Gide llevase razón cuando afirmó que liberarse es lo de menos (sea de libros o trapillos): lo difícil es ser libre. Máxime en los tiempos que corren, ¿no les parece?

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