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Mercè  Marrero

La suerte de besar La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Elogio al pueblo

Al final de la calle Donzelles, en el local de la esquina, hay un supermercado. Es un colmado familiar que abre al salir el sol y cierra pasadas las diez de la noche. Es pequeño y está atiborrado. La exposición de frutas y verduras comienza en la acera. Tomates de Vilafranca, patatas de Sa Pobla, berenjenas de no sabemos dónde y limones de Porreres. Tres veces a la semana, un payés de Son Macià les abastece de huevos camperos. El negocio está regentado por un matrimonio con dos hijos. El mayor, de diez años, colabora haciendo los paquetitos. Cuatro medias docenas son para los vecinos del número seis y del ocho. Otras tantas son para los del once y el resto se distribuye entre los números cuatro y trece. Cada huevo tiene su propietario y todos son vecinos de la calle. Así es la vida.

Entre cajones de ciruelas y montañas de calabacines sobresale un carrito. Ahí descansa la hija pequeña. Una bebé que duerme poco y llora mucho. Por eso, la señora que enviudó hace unos meses y que vive en el número dos ha decidido echarle una mano a la familia. Todas las tardes, mientras la madre atiende a los compradores, Margalida, la canguro improvisada, planta su silla de playa en el chaflán y se dedica a columpiar y a entretener a la bebé. Como también es una cocinera excepcional, los vecinos aprovechan y le piden consejos culinarios. Muchos kilos que hoy están en nuestros cuerpos serranos se gestaron en esa esquina. "Me siento útil y no estoy sola", le dice a Aina, una camarera que trabaja en el otro centro neurálgico de la calle: la cafetería.

Aina siempre tiene prisa y solo se para un segundo para hacerle la carantoña de cortesía a la bebé. Su destino es la casa de Llorenç. Un buen cliente que se rompió una pierna este verano y al que, desde entonces, lleva un plato de comida diario. Postrado en su sofá, el pobre Llorenç palía el aburrimiento con libros prestados por los vecinos y cubre sus necesidades alimentarias con el pescado a la plancha y la ración de ensaladilla que le preparan en la cafetería. Un lugar auténtico en el que todos nos sentimos bien. Producto inmejorable, trato cordial y buena gente al mando. Oficialmente, la barrera abre a las ocho. Extraoficialmente, un grupo de amigos del propietario se reúne antes para desayunar. Higos de la casa de los suegros de uno, sobrasada de otro, queso y pan. Un desayuno colaborativo. Los miércoles por la mañana aparece el camión del butano. En la cafetería reponen tres bombonas. Dos para el negocio y la tercera para el matrimonio del número siete. Unas personas mayores que no tienen ninguna necesidad de deslomarse y que agradecen el favor con una coca dulce y unos botes de pimientos asados caseros.

La calle es peatonal desde hace dos años. Al principio, algunos se quejaron. Creyeron que estarían desabastecidos o que bajaría la clientela. Nada de eso sucedió. Los niños juegan, la gente pasea y los mayores no tienen aceras con las que lidiar. No es la calle más bonita del mundo, pero en ella se respira vida. Un barrio en el que los vecinos se sienten seguros. ¿Qué más se puede desear? Que algunas ciudades aprendan de ello.

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