Pocos científicos dudan ya del proceso de cambio climático que sufre la Tierra. La naturaleza y la sociedad se hallan interrelacionadas como nunca antes había sucedido en la historia de la humanidad. El consumo masivo de combustibles fósiles, las toneladas de plástico que utilizan las manufacturas, la difícil gestión de la basura que generamos, el agotamiento de los recursos hídricos, la presión urbanística sobre el territorio, las lluvias ácidas, la deforestación de las grandes selvas -como la amazónica-, la contaminación de los ríos y de la atmósfera, el empobrecimiento de la biodiversidad y el agujero en la capa del ozono demuestran la profunda incidencia que tiene la actuación del hombre sobre los equilibrios naturales. En un reciente ensayo titulado Antropoceno, el profesor Manuel Arias Maldonado explica con brillantez que la metamorfosis acelerada del planeta se debe al papel protagonista que ha asumido la humanidad como agente de cambio medioambiental, lo que introduce nuevos elementos en el debate público: la ideología del progreso no puede pretender reducir a coste cero su responsabilidad con la naturaleza, sino que debe aportar los incentivos adecuados para proteger en la medida de lo posible la biodiversidad.

Conscientes de ello, las sociedades más prósperas y avanzadas han empezado a legislar con decisión. Contener el cambio climático exige inculcar nuevas virtudes cívicas, apoyar las tecnologías limpias e impulsar las inversiones públicas destinadas a dicha finalidad. En este sentido, hay que saludar positivamente la aprobación inicial, que llevó a cabo la semana pasada el Govern balear, de la futura ley de Cambio Climático y Transición Energética. Entre los ambiciosos objetivos marcados se encuentra la prohibición de nuevos vehículos diésel a partir del año 2025, el cierre de las centrales térmicas más contaminantes, el control sobre la flota de coches de alquiler favoreciendo el vehículo eléctrico o la zonificación de espacios adecuados para la instalación de placas solares. A largo plazo, la ley prevé que en 2050 nuestro archipiélago, gracias a las energías renovables, ya no utilice combustibles fósiles. Una meta difícil pero posible, cuya viabilidad dependerá en gran medida de la innovación tecnológica y de un notable apoyo presupuestario que facilite esta profunda reconversión. Cabe pensar que se arbitrará una fuerte línea de subvenciones, por ejemplo para la adquisición de coches eléctricos, y que será inevitable que el Govern invierta masivamente en una potente infraestructura de carga capaz de hacer frente a la nueva demanda.

La futura Ley de Cambio Climático y Transición Energética constituye un acertado primer paso a nivel local, que requerirá forzosamente su traslación internacional para lograr una mayor efectividad. Los problemas globales exigen soluciones planetarias, aunque su aplicación sea lógicamente local. Pensemos, por ejemplo, en los continentes de plástico que se forman en los océanos y que se desplazan con las corrientes marinas. O pensemos en la importancia de los grandes mercados -China y Estados Unidos, básicamente- a la hora de incentivar el desarrollo de un tipo u otro de vehículo motorizado. Al mismo tiempo, a medio plazo, será inevitable poner en marcha algún tipo de plan Marshall para que los países en vía de desarrollo inviertan en infraestructuras medioambientales, como sería el caso de la depuración de las aguas o de la gestión de los residuos. Hay mucho en juego y, con este proyecto de ley que ahora inicia su tramitación parlamentaria, nuestras islas se sitúan a la vanguardia de España en la lucha contra el cambio climático. No es una mala noticia.