Diario de Mallorca

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Cuando se termina el mes de agosto y veo a mis vecinos de veraneo cargando los coches para volver a casa, me gusta repasar las notas que he ido tomando a lo largo del verano. Y lo más curioso es que muchas de esas cosas que sucedieron hace apenas un mes ya las tenía olvidadas por completo. Y no digamos si repaso las notas que hacen referencia a otros veranos de hace tres, cuatro o cinco años. ¿Yo estuve ahí?, me pregunto. ¿Pasó esto? ¿Dije esto otro? Hay cosas que uno recuerda aunque no quiera, y por muchos esfuerzos que hagamos para olvidarlas, esas cosas se obstinan en permanecer con nosotros, y se nos aparecen de pronto durante un lapso de insomnio, o en forma de sueño, o en un momento en que creíamos estar tan en paz con la vida que casi ya no teníamos recuerdos. Y en cambio, hechos que uno creía fáciles de recordar se desvanecen sin dejar rastro, y cuando los vemos anotados en un cuaderno o en un archivo de ordenador, nos sorprendemos al pensar que fuimos nosotros los que los vivimos y sentimos y sufrimos.

Repasando estas notas de verano, me encuentro con una que escribí cuando murió -hace unos diez años- la persona que más sabía sobre la guerra civil en Mallorca, o mejor dicho, la que había dedicado casi toda su vida a reunir la información más fiable que pudo encontrar sobre lo que pasó en Manacor -y en todo el Llevant de Mallorca- durante el terrible verano de 1936. Durante años y años, en medio de la mayor discreción, este amigo mío se entrevistó con testigos presenciales, anotó los hechos que le contaban y los fue contrastando con otras informaciones orales o con los hechos que descubría en libros y panfletos guardados en la hemeroteca (en los que se daba la versión oficial del franquismo), o bien en los estudios históricos que se iban publicando, sobre todo a partir de los años de la Transición, que daban una versión mucho más objetiva y real de los sucesos. Cuando alguien le contaba un hecho -¿quién intervino en tal y tal crimen?, ¿quién delató a quién?, ¿quién hizo esto o lo otro?-, este obseso de la memoria sólo establecía una hipótesis sólida si varios testimonios fiables coincidían en las versiones que le contaban. Conviene decir que era una persona discreta, sin militancia política, que sabía escuchar y caía bien a todo el mundo. También rehuía toda clase de protagonismo. No actuaba por revanchismo ni por militancia política, ni tampoco por vanidad personal -de hecho nunca usó esta información para escribir un libro que podría haber sido definitivo-, sino por ese extraño amor a la verdad que le impulsaba a recoger toda la información y contrastarla y preservarla cuando creía que era correcta.

Y el caso es que poco a poco, este hombre silencioso y metódico llegó a reunir una información apabullante. Sabía los nombres de los asesinos, de los delatores, de los cómplices, de los cobardes, de los que no hicieron nada pudiendo haber hecho mucho, o al contrario, de los que hicieron mucho aunque apenas tenían poder. Sabía lo que ocurrió en los calabozos y en las tapias del cementerio y en otros lugares que nunca quiso mencionar, pero que él sabía dónde estaban y las cosas que ocurrieron en ellos. Y también sabía qué gente se portó con decencia y qué gente no hizo daño a nadie e intentó salvar vidas y proteger de la barbarie a todos los republicanos perseguidos y cazados como conejos en aquel verano que nunca parecía que iba a terminar. Porque esas personas también existieron. No fueron muchas ni pudieron hacer grandes cosas -la represión fue tan terrible que las súplicas de clemencia no sirvieron de nada-, pero mi amigo llevaba el breve recuento de esas escasas personas que supieron comportarse con dignidad en medio de la barbarie más terrorífica.

No sé si este amigo llevaba un archivo con toda la información que fue encontrando, pero imagino que no porque ese archivo habría aparecido tras su muerte y ahora ya haría sido catalogado y estudiado. Recuerdo que lo tenía todo en la cabeza, y cuando tú nombrabas a alguien o citabas un hecho determinado, él se tomaba su tiempo, procesaba mentalmente todos los datos que tenía, y a los dos o tres minutos te daba una respuesta. Un nombre, una fecha, unos detalles -la profesión, la militancia política, quizá algún hecho relevante del episodio que había salido a relucir-, pero esto era todo. Nunca hacía comentarios personales ni mucho menos chistes o bromas o cosas por el estilo. La información escueta, el hecho y el nombre -o los nombres- que lo habían protagonizado. Eso era todo.

Mi amigo no era historiador ni político, tampoco escritor -o más bien escribía otra clase de cosas-, pero supo conservar la memoria viva de todo lo que había sucedido en su ciudad durante los años de la guerra civil. Me pregunto cuántas personas ha habido como él, con su voluntad insobornable de conocer los hechos y de establecer la versión más fiable de lo ocurrido por puro amor a la verdad. Sólo por eso, nada más que por eso.

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