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Matías Vallés

Franco es el Irak de Sánchez

Nuestra larga pesadilla nacional ha acabado". Así habló Gerald Ford al asumir la presidencia de Estados Unidos en 1974, tras la dimisión de Nixon por el Watergate. El debutante pretendía limar una frase que veía demasiado ofensiva para su predecesor, pero su escritor de discursos le advirtió de que "esa es la única cosa que vas a decir y que será siempre recordada". Bien asesorado mediáticamente, también Pedro Sánchez explora un talismán que le franquee la instalación perdurable en La Moncloa.

El presidente del Gobierno ha buscado desesperadamente una jugada triunfal como la de Zapatero, al decretar la salida de las tropas españolas de Irak al día siguiente de su toma de posesión. El único líder socialista invicto anunció que había dado órdenes a su ministro de Defensa, a la sazón José Bono, para proceder a una retirada "en el menor plazo posible". La supuesta humillación de darle la espalda a una guerra desastrosa consolidó al PSOE en 2004. Serían Bush, Blair y Aznar quienes tendrían que explicar el disparate.

Ante el enésimo desmantelamiento de la dictadura, la pregunta es muy sencilla, ¿quién hizo rey de España a Juan Carlos I? El monarca fue convalidado mediante un referéndum y una Constitución, pero su firme asentamiento en el trono no elimina de la ecuación a quien lo eligió para el cargo. Como mínimo, los españoles coincidieron con esta decisión del dictador, Carrillo y González restablecieron el equilibrio desde la izquierda en medio de renuncias categóricas. El ducado, el pazo y el Valle de los Caídos como improvisada sede póstuma fueron las contraprestaciones a aquella nominación. Cabe recordar que la dictadora Carmen Polo de Franco habitó impasible en El Pardo hasta bien entrado enero de 1976.

Si Sánchez desea ahondar en el paralelismo iraquí, puede recordar que Franco agasajó a Sadam, aunque deberá añadir que el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón formaba parte del comité de bienvenida. La endiablada ruptura con el pasado franquista se debe a la dificultad de encontrar el punto exacto donde cortar el cordón umbilical. El cardenalicio Torcuato Álvarez Miranda diseñó un tránsito "de la ley a ley" que no solo debía garantizar el acceso a la democracia, sino sobre todo la inviolabilidad de la dictadura. Han sido necesarios otros cuarenta años exactos de postfranquismo, para recuperar al dictador en su condición primigenia de autor de crímenes imprescriptibles.

Hoy mismo, gritar "Viva Franco" no es delito en España, y esa fe de vida debería ser más perseguible que los restos de un tiranuelo pulverizado. La historia reciente de su país no obliga a Sánchez a ser inteligente, pero se equivocará si calcula una exhumación unánime. Abundan los jueces dispuestos a rubricar una acusación de prevaricación por mancillar a su líder admirable, y si no que le pregunten a Baltasar Garzón. Un escrutador de contradicciones puede encontrar curioso que la incompatibilidad de las cenizas de Franco con la democracia conviva con la persecución judicial de los chistes de Carrero. O que el PSOE abogue en el Congreso por la continuidad en la sobreprotección penal de los Jefes de Estado, el primer peldaño hacia el absolutismo.

Sánchez se ensancha, y lanza a PP y Ciudadanos el órdago de proclamarse depositarios de las esencias franquistas. Frente a tanta declamación, el pronunciamiento más sensato proviene del PNV, cuando Aitor Esteban señala en medio del victimario que "para nosotros, una condena franquista es una medalla". El presidente del Gobierno no solo ha de vigilar a la derecha, sino sobre todo a quienes entre sus propias huestes van a traicionarle con acusaciones de radical, en la línea de los quintacolumnistas sobrevenidos al final de la Guerra Civil. En medio del vendaval, la buena noticia es que Franco sigue molido, pese a los rumores hartamente difundidos sobre su inmortalidad.

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