Diario de Mallorca

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Según reflejaba este diario en su edición de ayer, el municipio de Calvià es, entre todos los de España, el que cuenta con un número más alto de denuncias por violaciones. El balance de la criminalidad publicado por el Ministerio del Interior concede al municipio una tasa de 3,46 por cada 10.000 habitantes. En busca del por qué, parece bastante obvio que pueden descartarse las hipótesis de que los ciudadanos de Calvià cuenten con algún defecto sistemático de carácter, dosis más elevadas de testosterona o presencia masiva de patologías relacionadas con la conducta sexual. Lo que parece más prometedor es unir ese récord infame a otro que hasta ahora nos parecía magnífico: el de cantidad de turistas que llegan al cabo del año. La lista de los municipios con mayor densidad turística relativa —en la absoluta se llevan la palma Barcelona y Madrid— está encabezada por otro pueblo mallorquín, San Llorenç. Incluso Capdepera aparece antes, en el cuarto puesto, mientras que Calvià queda undécima aunque en verano sube hasta la sexta plaza. Pero hay que tener en cuenta que las estadísticas se realizan a partir de datos de estancia en hoteles; la oferta turística ilegal no entra en esas cifras. Tampoco lo hace ninguna circunstancia cualitativa, como supone el tipo de visitante o, mejor dicho, lo que busca éste. Si hubiese una forma de tomarlo en cuenta, qué duda cabe que el sumando playa+sexo+alcohol iba a disparar el riesgo en zonas como Magalluf.

Por si cupiese alguna duda acerca del lazo que hay entre uno y otro factor, casi la totalidad de las víctimas de violación son turistas jóvenes. Por desgracia la noticia no da la condición de los culpables o, mejor dicho, sospechosos pero sería absurdo pensar en que se trata sólo de residentes en Calvià. El turismo se lo guisa y se lo come, así que a los inconvenientes de la masificación extrema se les añade esa otra lacra propia no del turismo en sí sino de una determinada manera de entenderlo en la que, por desgracia, la isla destaca. Si fuesen los viistantes a secas los responsables de la oleada de violaciones, cabría esperar que Barcelona estuviese en un lugar más infame que Lloret de Mar, por ejemplo. Pero la cuestión en particular no es cómo estamos ahora mismo sino hacia dónde vamos.

Una pregunta recurrente. Nos la llevamos haciendo desde que en los años setenta del siglo pasado estalló el turismo de masas. Desde entonces se aplauden los beneficios económicos del turismo y se lamentan sus consecuencias, suspirando por otra fórmula que nos haga parecernos más, qué sé yo, a París o a Roma. Si no ha aparecido, será que no la hay. Cuando nos empeñamos en romper la cadena de causas y resultados para combatir infamias como las violaciones de Calvià y, por extensión, de cualquiera de los enclaves del turismo de sexo y borrachera, quizá fuese conveniente recordar que lo que resulta a la vez necesario e imposible es el componente esencial de la tragedia en el nacimiento del teatro griego.

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