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Norberto Alcover

En aquel tiempo

Norberto Alcover

De las palabras a los hechos

Es difícil por complejo escribir sobre cuanto está ocurriendo en la Iglesia Católica desde que los abusos a menores han estallado en la realidad más cruda pero también en la opinión pública y publicada internacional. Es evidente que las cosas son como son. También que el ser de la misma Iglesia es puesto en cuestión ante tamaña atrocidad, humana y divina, como delito y como pecado. Francisco ha pronunciado las palabras más contundentes desde aquella tolerancia cero que diera a luz Benedicto. Y no es menos cierto que desde determinados ámbitos siempre del todo críticos con "lo eclesial", se emiten juicios tan contundentes como precipitados puesto que no aportan solución alguna mínimamente viable, demonizar al conjunto eclesial es sencillo y fácil.

Y esto es lo que más debiera preocuparnos de cara al inmediato futuro: cómo pasar de las palabras a los hechos, en media de la maraña misma de noticias que tal vez, pueden ampliarse con el consabido aumento de la tensión y su correspondiente escándalo. Incluso intentando golpear la persona misma de Francisco. Cómo actuar. Ante el pasado y ante el futuro. Con objetividad, con eficacia, con espíritu cristiano, sobre todo. Las víctimas lo exigen. Los agresores lo merecen. Las situaciones nos contemplan. Francisco sabe muy bien que todo esto le ha caído encima y comprende mejor que nadie la última razón de la inesperada retirada de su antecesor. Aquellos lobos no eran solamente determinados cargos curiales porque subyacían estos abusos que nos han inundado. Los lobos que han ido matando a los inocentes corderos de la propia manada. Esos pastores que han acabado con la inocencia, con la esperanza y, sobre todo, con la vida en cuanto tal de tantísimos corderos desprevenidos. No se escribe con espíritu vengativo. Se escribe desde un dolor imposible de apagar y que tiene que ver con el del Maestro crucificado: también ahora parece que hemos sido abandonados.

?Cuando este agosto está a punto de extinguirse y el mal ha sido un tanto aminorado por vacaciones, por distracciones y por lo de siempre, por esa tentación tan humana que es mirar hacia el otro lado, salvo para golpear sin auténtica reflexión y certero compromiso, es el momento de escribir sabiendo que ni uno mismo tiene soluciones para entregar a Francisco a fin de sentirse "ayudante en la tormenta". Solamente escribo para protestar contra la iniquidad humana pero no menos contra la cobardía de quienes aprovecharon su poder eclesial para pervertirlo y dañar a los más preciados de la sociedad y de la Iglesia, los pequeños de Dios, los hijos de los hombres y mujeres que seguramente los entregaron a su custodia. Hay que decir un no rotundo a cuanto ha procurado esta situación que ensucia al Pueblo de Dios, que para esto también es comunidad. Para el bien y para el mal. Esto significa tomar público partido y ayudar como mejor se pueda a acabar con esta lacra que obliga a la Iglesia toda a enfrentarse con evangélica decisión con los errores que haya podido cometer y practicar las medidas humanas y creyentes que sean necesarias para combatir el mal en su raíz (este es el verdadero problema) y en su capacidad de perversa evolución en personas y en ambientes. Porque si no estamos dispuestos a ayudar en todo, será signo de que no estamos suficientemente impregnados del escándalo sobrevenido. Y de ese espíritu comunitario en el bien y en el mal.

Dicho de otra manera mucho más evangélica, si no ayudamos a actuar con decisión en que participamos del "pecado del mundo", según la expresión hondísima del discípulo Juan. Y recordemos a Ignacio: las grandes tentaciones son la riqueza, la vanagloria y sobre todo la soberbia. La riqueza de la pasión pervertida, la vanagloria del deseo consumado, la soberbia del mal ocultado€ y del delito eliminado. Tal vez, por ahí anden los tiros mucho más que por atajos fáciles, que son consecuencia y no causa original de tanta perversión. Vale la pena pensárselo con detención y no menos me atrevo a decir desde un espíritu de oración que nos desnuda ante la conciencia propia y ante el Dios que nos conoce absolutamente. Porque todo esto no solamente tienen que asumirlo los depredadores, tanto ejecutores como encubridores, sino también nosotros, que los censuramos y tenemos que colaborar a cerrar esta tristísima historia.

?Nunca la consagración sacerdotal ha comprometido a los ministros de la Iglesia Católica con responsabilidades fáciles, aunque una sociedad tradicionalmente creyente lo creyera así. Al contrario, siempre se ha tratado de responsabilidades relativas al seguimiento del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, cueste lo que cueste, con la ayuda de Dios. La sociedad, por su parte, es la que es y nuestras ovejas sobreviven en esta concreta sociedad. Habrá que preparar pastores que puedan objetiva y subjetivamente ejercer como tales con tales ovejas y en tal sociedad, sin que una dimensión pueda sustituir jamás a la otra. Pastores en la historia. Preparados para ejercer esa tarea en una realidad evidente, porque la conocemos y tantas veces somos víctimas de sus tentaciones, de sus miserias y hasta de sus falsificados esplendores, Esta es la gran pregunta: ¿qué sacerdotes necesitamos para una misión evangélica con personas concretas en esta sociedad concreta también? Cuanto ayude, póngase en acción. Lo que sobre, seamos capaces de desestimarlo por mucho que cueste. Es el momento de hacerlo. Sin precipitaciones, pero sin pausas temerosas. Abriendo caminos. Tal vez nuevos, desde la valentía que comunica una fe en quien se hizo humano siendo divino. Desde la valentía de la Encarnación.

Sacerdotes seculares y regulares, todos a una, junto a las consagrados/as de todo tipo, tenemos la obligación, precisamente ahora de ofrecernos para que las aguas retornen a su cauce. O puede, para que las aguas encuentren cauces nuevos. Tengo la seguridad de que Francisco puede comenzar este periodo de innovación evangélica y evangelizadora a pesar de sus declarados enemigos públicos y privados. Tendremos que recuperar, seguramente, ese espíritu interior al que llamamos Espíritu Santo. Sin el nada nos es posible, pero sin renunciar a todas aquellas medidas más humanas e históricas que pueden asustar mucho más y que tienen que ver con la misión personal del sacerdocio al servicio de un Pueblo de Dios que está en una sociedad concreta. Asustarse sin afrontar el peligro es inútil y hasta cobarde. Ya lo dijo primero Juan Pablo y después el mismo Francisco: "No tengáis miedo". Pues eso, desde una fe imperturbable, no lo tengamos.

Las víctimas lo merecen. La Iglesia y la sociedad también. De las palabras a los hechos.

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