En Balears nada frena al coche: ni la evidente saturación de la red viaria en los meses de temporada alta, ni la falta de aparcamientos en los núcleos urbanos, ni el encarecimiento del combustible, ni la mejora en la frecuencia del transporte público moderan el incremento de vehículos. Y los últimos datos que hemos conocido esta semana nos aproximan ya a un número redondo: el de un coche por residente. En concreto, en lo que llevamos de año se han matriculado 23.573 turismos, de manera que la cifra de automóviles asciende a los 897 por cada mil habitantes. Son proporciones sin parangón en otras comunidades autónomas y que debemos analizar teniendo en cuenta sus múltiples consecuencias. Algunas ya tratadas en editoriales anteriores, como sería el caso de la poderosa presión que suponen tanto sobre las infraestructuras públicas como sobre el medio ambiente. Pero pensemos también en la estrecha relación que se establece entre la cantidad de autos que circulan por la isla y el incremento de accidentes en carretera -muchos de ellos mortales- o el espectacular aumento en el número de multas de tráfico este último año.

De nuevo las estadísticas admiten escasos matices, por lo que nos ceñiremos sólo a los datos más significativos. En primer lugar, los radares de la Guardia Civil han detectado este último año un 49 % más de infracciones cometidas a causa del exceso de velocidad. Otro hecho llamativo es que la DGT ha sancionado de media a trece conductores diarios por dar positivo en los tests de alcoholemia o de drogas. No menos alarmante resulta confirmar que el empleo del teléfono móvil se afianza como una práctica habitual entre los conductores. La media de sanciones en este caso se sitúa en once diarias. Al comprobar que la pedagogía por sí sola no basta, el director actual de la DGT, Pere Navarro, ha propuesto poner en marcha una iniciativa destinada a penalizar con mayor severidad el uso del móvil al volante, incluso en su modalidad de manos libres.

Por supuesto, a mayor densidad de tráfico más importancia debemos conceder al respeto escrupuloso de las normas de conducción: desde el estricto control de la velocidad en carretera a la adecuada señalización de las distintas maniobras. Los fallos son inevitables, pero constituye un deber individual y colectivo minimizar en la medida de lo posible tanto su número como su impacto. Y esto exige infraestructuras y vehículos en perfecto estado de mantenimiento, así como una conducción atenta y maximizar los controles pertinentes de la Guardia Civil. La trágica noticia estos días del atropello mortal a un joven de veinte años en el camino de Llucmajor a s'Estanyol, por parte de un turismo que se dio a la fuga, ha causado una lógica indignación social. Por desgracia, tampoco ha sido el primer caso este verano de omisión del deber de socorro. La carretera no es un juego precisamente. Y la obligación moral de ceñirnos a una conducción prudente y responsable nos apela a todos directamente. Resulta lógico entonces exigir al gobierno que extreme todas las medidas a su alcance para mejorar la seguridad vial. Lo cual supone, entre otras cosas, potenciar el transporte público con el objetivo de reducir la presión sobre las carreteras, incrementar los controles y la presencia de la Guardia Civil en las mismas, intervenir en los distintos puntos negros localizados a lo largo de la red viaria y, en definitiva, equilibrar con inteligencia la balanza de la pedagogía en positivo y del temor a las sanciones.