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Antonio Papell

La monarquía y el 'procés'

La animadversión que el independentismo, tanto el nacionalismo radical como el de raíz populista y antieuropeísta de la CUP, profesa a la monarquía española es algo más que una simple antipatía ideológica debida al supuestamente acendrado republicanismo de los separatistas. De hecho, en nuestro sistema constitucional, la Corona apenas posee unos poderes simbólicos, bien poco ejecutivos, y la resistencia política y material frente a cualquier intento secesionista está siendo ejercida por los poderes reales del Estado democrático, especialmente el poder ejecutivo, que ostenta el monopolio de la fuerza legítima, y el judicial.

El papel desempeñado por Felipe VI, que reina desde junio de 2014, en la cuestión catalana es fácilmente descriptible: ha intentado mantener los lazos que vinculan a la monarquía con muchas personas e instituciones, públicas y privadas, del Principado, lo que le ha llevado en numerosas ocasiones a viajar a Cataluña, enfrentándose con estoicismo a muestras de hostilidad y mala educación pero recibiendo también múltiples adhesiones. Y en relación al Procés, tuvo una resonante intervención televisada el 3 de octubre de 2017, dos días después del lamentable referéndum del 1-O, en que el jefe del Estado criticó duramente a las autoridades que "con sus decisiones" habían "vulnerado de manera sistemática las normas aprobadas legal y legítimamente, demostrando una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado. Un Estado al que, precisamente, esas autoridades representan en Cataluña". Y tras afear aquellas conductas, que supusieron "la culminación de un inaceptable intento de apropiación de las instituciones históricas de Cataluña", el rey reclamó una respuesta proporcionada ya que "es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de Derecho y el autogobierno de Cataluña". La respuesta ha sido inclemente: Torra ha encabezado el anatema contra el Rey, y el desaire a la Corona ha centrado el énfasis nacionalista en estos meses.

La razón de fondo de tanta hostilidad no es caprichosa sino que tiene razón de ser: la vicisitudes de la monarquía desde mediados del siglo XIX han sido cambiantes pero ha habido siempre una constante: el Rey ha resultado ser en los momentos más críticos un factor de estabilidad.

El notario y magnífico ensayista político López Burniol ha publicado no hace mucho una serie de artículos explicando esta particularidad: si la mala cabeza y las torpezas de toda índole de Isabel II provocaron su caída en 1868, con lo que se abrió un período revolucionario y convulso, la Restauración en 1874 a cargo de Martínez Campos y Cánovas en la persona de Alfonso XII fue un factor de estabilidad que propiciaría más de medio siglo de pujanza y desarrollo. Posteriormente, Alfonso XIII sería también derrocado en 1931 „en buena medida a causa de sus propios errores„, y se abrió otro periodo convulso, esta vez mucho más largo, de guerra civil y dictadura... que desembocó en otra restauración, que volvió a tener un claro efecto estabilizador, tanto por el acierto de quien personificaba la Corona, don Juan Carlos, como porque se consiguió un amplio consenso al respecto entre las fuerzas dispares que concurrían a levantar un régimen democrático.

Mucho más recientemente, don Juan Carlos hubo de abdicar tras cometer él también ciertos errores que precipitaron su caída, y en aquella coyuntura en que todavía se percibían los efectos dañinos de la gran crisis económica y comenzaba con fuerza el Procés en Cataluña, surgió la figura del nuevo Rey Felipe VI, magníficamente preparado para desempeñar el cometido que le aguardaba, que volvió a tener un efecto claramente estabilizador sobre el proceso político, que se reforzó gracias a la pronta mejora de la coyuntura económica. Esta estabilización es la que combaten Puigdemont y Torra cuando pintan la silueta de Felipe VI en la diana de su rencor hacia un Estado que nunca va a abandonar a la mayoría social catalana que no es secesionista ni quiere caer en manos de fanáticos que supeditan la democracia y los derechos civiles a la identidad, en una cuesta abajo que conduciría irremediablemente a situaciones autoritarias. La historia está llena de devastadores ejemplos de ello.

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