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Las malas lenguas

Para ser normales, todos necesitamos estar un poco locos, según ese proverbio popular que asegura que a todo ser humano le conviene una pizca de vena poética y una miaja de locura, y los posteriores estudios psiquiátricos que lo verifican, pues, como ya sabemos, la sabiduría popular intuye mucho antes por la observación lo que la ciencia comprueba luego con sus sofisticados métodos y sus procesos arduos y minuciosos.

Pues bien, por lo hallado en estudios de prestigiosos investigadores como Gregorio Marañón y Vallejo Nájera, se confirma tal regla, "el desequilibrio psíquico, en límites moderados, es necesario al hombre que, en otro caso, sería un ente absurdo e improductivo". O sea, que aquellos humores que conforman el carácter humano, enumerados por el médico Juan Huarte de San Juan; melancólico, colérico, flemático y sanguíneo, no han de estar dispuestos en medidas iguales, pues, al contrario de lo que hemos creído muchas veces, "el absoluto equilibrio psicofísico impide toda clase de reacciones sentimentales, intelectuales, volitivas e instintivas". Conclusión; un cuerdo absoluto es una especie de merluza congelada, que responde sólo a impulsos motrices muy básicos, cual una suerte de replicante soso, antipático e incluso peligroso y anormal en todo caso, porque la normalidad entre seres humanos parte de la premisa de la imperfección y la irregularidad, habida cuenta de que nuestras manos y pies no son simétricos y uno es siempre un poco mayor que otro, de ahí que, al comprar zapatos nuevos, uno nos apriete y otro no.

Pero si el grado de desequilibrio en el ser humano común es pequeño, en el artista se crece incluso hasta los más delirantes extremos, por lo que el psicoanalista vienés, Ernst Kris llegó a decir que "el estudioso del arte comparte presumiblemente un tema común con el psiquiatra hasta el punto de que trabaja con materiales análogos".

Antonio García Villarán ha dicho que el ensayo Expresiones de la locura; el arte de los enfermos mentales, del alemán, Hans Prinzhorn, psiquiatra e historiador del arte, que recogía dibujos y pinturas de pacientes de manicomio, fue emulado por las vanguardias, hasta el punto de que autores como Max Ernst, Paul Klee, Kandinsky y Leonora Carrington copiaron sus técnicas ¿pero acaso no fue más bien que plagio un fenómeno de empatía? Eso que se llama genialidad del autor reside en un diagnóstico de anormalidad endógena crónica, susceptible de desarrollarse aún más con el consumo de drogas y alcohol, tal y como se dio en Van Gogh y otros exponentes de la bohemia parisina; Toulouse-Lautrec, Utrillo y Modigliani.

Por fortuna, Picasso no necesitaba de tantas sustancias; carecía de inhibiciones y, por tanto, daba rienda suelta a sus impulsos estrafalarios sin pudor alguno. Una de sus mujeres, Françoise Gilot decía que el malagueño era cualquier cosa, menos racional. Se entiende que Picasso era un majarón, acuñado en la majaronería endógena malacitana, con la feliz habilidad de los pinceles. Sólo un majarón genial puede pintar el cubismo de Picasso y por eso sólo hay un Picasso. Eso no da margen alguno a discutir sobre los orígenes de Picasso. Su locura necesaria para el arte era majarona, o sea, malagueña, porque cada clase de locura, según el territorio que la da, tiene su denominación de origen. La lengua de cada pueblo nombra realidades parecidas, pero siempre con un sello propio, pues las diferentes disposiciones fonéticas, morfologías y gramáticas reflejan un mecanismo diverso en el pensar. No se trata de un capricho, sino de un asunto de personalidad.

No es lo mismo un fou francés que un pazzo italiano o un crazy inglés, aunque tengan características comunes; imaginación, originalidad y creatividad, pero según distintos matices. Cada loco tiene su modo de vivir y expresar su delirio. Tienen en común la excentricidad que es consecuencia de esa descompensación del carácter. Ser artista es una manera de ser que, como vemos, determina la genética. Hay grandes artesanos que aprenden con eficacia en talleres y conservatorios; técnicas de pintura, escritura y métodos de composición e interpretación, y ejecutan piezas virtuosas, que, sin embargo, carecen de esa chispa, de ese magnetismo del que están dotadas las obras del verdadero artista, aun siendo más imperfectas. Curiosamente, ese brillo, ese duende, ese nosequé se debe a una imperfección de carácter, perfectamente explicable por la ciencia. En definitiva, ser artista es una manera desgraciada de ser, que hace difíciles las relaciones afectivas y sociales, aunque lleve a excepcionales logros estéticos. El artista, al ser diferente, ni comprende ni es comprendido, lo que le lleva a la soledad. Y hasta que empieza a ser valorado, por lo general, demasiado tarde, es también tachado de improductivo e inútil.

Y, sin embargo, son artistas los que hacen posible la industria del ocio; el cine, los museos, los conciertos, las ferias del libro; todas esas actividades lúdicas sin las que el tiempo libre de las personas integradas, cumplidoras y ordenadas de carácter sería un devenir insulso de horas muertas. Yo me pregunto qué pasaría si estos inútiles hicieran huelga, se cruzasen de brazos y dejaran de producir siete de los siete días de la semana, que son la jornada natural de un artista. ¿Qué atracciones entonces ofrecería el turismo de las ciudades; la industria del ocio que genera millones?

Por fortuna para muchos, esto no sucede, porque los creadores están lo bastante locos como para seguir produciendo incluso sin ganancia. Ése es el sino genético y desgraciado de los artistas; esos improductivos inútiles que, raramente, participan de los pingües beneficios de ser para el mundo material de primera necesidad. Esperemos que nunca nos falten.

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