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El fútbol, deporte y negocio

Ha sido tal el éxito del fútbol, profesionalizado en los años treinta del pasado siglo, que inevitablemente se ha convertido en negocio de altos vuelos. Las competiciones, en las que interviene un seductor elemento identitario, han generado tal interés que los grandes estadios se han llenado y, con las nuevas tecnologías, la audiencia se ha convertido en planetaria, en global. La ley de la oferta y la demanda ha convertido a los mejores futbolistas en codiciados galácticos, y, como en un puñado de deportes, sus traspasos movilizan cantidades astronómicas.

Pese a la tecnificación, el fútbol sigue siendo un juego, e intervienen en él la casualidad, la inspiración, la oportunidad, el clima social, el humor de los futbolistas, la meteorología... Todo lo cual introduce un grado de incertidumbre que es el secreto de su éxito: ni siempre ganan los mejores ni es fácil hacer por tanto una predicción. Todo es aleatorio, casi todo está al cabo en manos del azar.

Y eso no debe variar: la tecnificación y la explotación comercial tienen límites. Los futbolistas se han quejado de que, por recaudar más los organizadores, ellos se vean sometidos a una presión excesiva, que los agota. Y se cierran en banda a viajar al otro lado del mundo para cerrar un negocio audiovisual difícil de entender. Los gestores de ese deporte deberían andar con pies de plomo porque nuca vino más a cuento aquella fábula de la gallina de los huevos de oro.

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