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JOrge Dezcallar

Jugar con fuego

Parece que estas semanas el presidente Donald Trump se ha puesto severo y ha decidido reñir en plan maestro de escuela a los que se portan mal, e incluso aplicar castigos físicos a los más recalcitrantes como Rusia, Corea del Norte, Irán y Turquía y todos ellos están ya sintiendo sobre sus espaldas la vara de avellano.

En el caso de Rusia, llueve sobre mojado. A las sanciones ya impuestas por su comportamiento en Ucrania y Crimea, que afectan a 213 jerifaltes próximos a Putin y al embargo de equipos militares, y a la expulsión de 60 diplomáticos rusos cuando Washington se unió al clamor mundial por el intento de asesinato en Londres del disidente Skripal y su hija Yulia (se expulsaron a 150 diplomáticos rusos de varios países, incluidos 2 en España), ahora vuelve a la carga e impone a Rusia otras sanciones muy selectivas que afectan a la exportación de productos relacionados con la seguridad nacional. Y amenaza con más sanciones si se demuestra que Rusia usó el gas nervioso Novichok. Esto sucede apenas tres semanas después de abrazarse con Putin de Helsinki.

En el caso de Corea del Norte, todo parece indicar que por encima de algún gesto cosmético y para la galería, persisten grandes diferencias sobre lo que es y significa desarme nuclear tras la reunión Trump-Kim de Singapur. En consecuencia los EE UU mantienen las sanciones (armas, carbón, oro, petróleo, etc.) y presionan a otros pases como China para que se pongan más firmes con Pyongyang.

En el caso de Irán, Trump ya ha reimpuesto hace unos días las sanciones que tienen que ver con emisión de deuda, comercio de metales y transacciones en moneda norteamericana, y lo peor llegará en noviembre cuando se prohiban las exportaciones iraníes de gas y petróleo y los fletes. La idea de Trump es asfixiar económicamente al régimen teocrático pero yo dudo mucho que los ayatolas se vayan a dejar asfixiar sin pelea, máxime cuando saben que los otros firmantes del acuerdo nuclear (China, Rusia y europeos) no aprueban la política de Trump. El resultado será un Oriente Medio más volátil.

El último caso afecta a Turquía, aliado en la OTAN. El enfado de Trump viene por la detención del pastor Andrew Branson acusado por Ankara de colaborar con kurdos terroristas. Las sanciones impuestas (acero y aluminio principalmente) y las ingerencias de Erdogan en la política económica y financiera de su país han derrumbado la lira turca (que pierde 40% este año) y han hecho bajar las bolsas europeas (los bancos españoles tienen 83.000 millones de euros allí comprometidos) con riesgo de extensión a otros países como Argentina y África del Sur. Turquía va a sufrir pero Erdogan puede salir reforzado pues acusa a Occidente de intentar derribarle en una línea de acosos que retrotrae hasta las mismas Cruzadas. De esta forma convierte el problema en otro ataque occidental al Islam. Tonto no es.

Lo que demuestra esta política (igual que los ataques de Trump contra Europa, la OTAN, el G-7, Canadá o México, el abandono del Tratado del Clima, del acuerdo Transpacífico, del Consejo de Derechos Humanos y un largo etcétera es una creciente disparidad de criterios entre el presidente y sus asesores principales, entre la Casa Blanca y la Administración. Y eso no es bueno para nadie. No ya por la incertidumbre que producen los constantes cambios de criterio sino porque menosprecia el Orden Liberal que ha regido el mundo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial por entender que perjudica a los EE UU. Se equivoca gravemente. Un interesante debate estos días opone en los EE UU a los que piensan (Graham Allison) que ese orden es un mito, que no fue resultado de un diseño racional sino del miedo a la URSS y que en consecuencia ya no es necesario, de otros (Stewart Patrick) que lo niegan y dicen que sus fundamentos como las Naciones Unidas o las instituciones económicas surgidas de la Conferencia de Bretton Woods anteceden al nacimiento de la URSS y se han mantenido después de su caída en 1990 cuando Estados Unidos quedó como único hegemón. Esta línea de pensamiento afirma que este mundo abierto y con instituciones fuertes es resultado de un diseño pragmático y necesario para mantener el orden mundial, y que esto se logró cuando el 60% de los países aceptaron esos principios e instituciones internacionales y crearon así un núcleo de consenso en torno al cual se estructuró una razonable estabilidad que nos ha beneficiado a todos desde 1945 hasta hoy.

Pero no hay que equivocarse porque estamos en un fin de ciclo. Trump es un producto de este momento histórico y no su causante, pero su comportamiento errático lo acelera hasta el punto de que en una entrevista reciente Kissinger definía como "muy preocupante" la situación actual. El problema no está en los principios en los que se basa ese Orden sino en la pretensión de Washington, a partir de George W. Bush, de imponer sus valores a un resto del mundo. El ascenso del revisionismo chino y del revanchismo ruso, que promueven modelos iliberales, exigen una adaptación que tenga en cuenta sus sensibilidades e intereses. Tal como está, el Orden heredado no puede durar otros 70 años, eso es evidente, pero eso no quiere decir que tiremos por la borda lo que tenemos o que no necesitemos todos otra fórmula que nos de garantías y previsibilidad. Y eso exige como primera premisa unos Estados Unidos no erráticos. O sea, con menos Trump.

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